Por puro y simple egoísmo emocional, prefiero imaginar que
hubo un tiempo en que *Beethoven* jugó con niños
vociferantes, que correteó a sus anchas por un prado, que se
persiguió la cola, que voces amistosas pronunciaron su
nombre, que se supo importante, que mordisqueó una pelota de
goma, que concluyó feliz y agotado su jornada lúdica. Que
acompañó a su familia a la casa común y que durmió de un
tirón –o dos, con el interludio de una breve excursión al
bebedero–, hasta sentir en el lomo un cálido rayo de sol, ya
de amanecida. Por puro y simple egoísmo emocional deseo
imaginar a *Beethoven* alguna vez así, aunque solo fuera
durante un mes escaso, o durante una mísera semana, quién
sabe si apenas un par de días… Me tortura hasta la más
completa desesperación la mera posibilidad de que ni una
fugaz caricia en la cabezota pueda rescatar *Beethoven* de
su torturada mente.
Me declaro sencillamente incapaz, desde mi condición de
chicarrón del norte y a mis casi cincuenta añazos, para
ponerme en el lugar de cualquier perro –hablo de la empatía,
¿de qué si no?– en el justo y preciso momento de verse solo
por primera vez, desaparecida ya en el horizonte la imagen
de sus amigos (o los que desde su infinita ingenuidad
perruna consideró amigos), amarrado de súbito a una
mugrienta cadena y con una apestosa caseta por todo refugio,
él que llegó a creer que familia y hogar tenían significados
muy distintos a lo que ahora descubre de golpe. No pegará
ojo *Beethoven* esperando la sorpresiva vuelta a media noche
de sus compañeros de juegos, le explicarán que todo fue una
broma, pesada, pero broma al fin y al cabo, cruel e
incomprensible sentido del humor el humano, sabido es que
jamás un perro hecho y derecho gastaría semejante broma a un
niño, a una mujer, a un hombre. Nadie aparece; no hay broma.
Regresan al día siguiente, pero el afónico *Beethoven* ve en
ellos a personajes por completo distintos a los que
marcharon, apenas le liberan un rato de la horrible cadena,
para ser amarrado de nuevo. Persiguen los pequeños –sus
antiguos colegas– el balón, cavan la huerta los adultos, y
resulta aún peor el suplicio de observarlos y no poder
participar de la fiesta, abalanzarse sobre la pelota,
escarbar la tierra húmeda. Acaba el domingo, desaparecen de
nuevo, sin hacerle caso esta vez. Es el dramático protocolo
del desamor, es el desafecto hacia un perro que ya no es un
perro, sino una burda alarma, un enorme peluche desesperado
cuya función se limita a ladrar a todo el que ose acercarse
por la zona, no importa si con buenas o malas intenciones.
Tres largos meses después, casi cien días con sus
interminables noches en la más absoluta soledad, con un
huerto destartalado por todo universo, *Beethoven*,
traspasado de parte a parte por una angustia punzate, ceja
en su empeño por entender cuál fue el error cometido para
merecer tan cruel castigo.
Nada son tres meses comparado con un año, nada este al lado
de un lustro.
Transcurrida una eterna década de cadena y aislamiento,
constituiría un verdadero acto de compasión poder hacerle
entender que tiene en su particular caso la inmensa fortuna
de ser ya viejo, pues si fueran los perros tan longevos como
los humanos, y ante tan sombría expectativa, más valdría
acabar con el infierno cuanto antes. Habrán de pasar todavía
tres años más, nos encontramos ya a un *Beethoven* derrotado
física y mentalmente, un anciano reumático que a pesar de
todo sigue meneando la cola –*¡Dios mío, ¿por qué mueven los
perros la cola cuando perciben la presencia de sus
torturadores?!– *así que vislumbra a otro anciano, este su
dueño, ambos de similar edad desde sus respectivas
naturalezas. El hombre le libera, y es llevado quizá por
primera vez a la consulta de un médico para animales. Mas no
está enfermo. El propietario solicita al señor de la bata
blanca un servicio rápido, adopta un tono hosco y
contundente: mátelo.
No es desde luego la primera vez que aparece en la consulta
alguien queriendo acabar con la vida de su animal, porque
suelta pelo, porque se hizo mayor, porque hay que ahorrar en
tiempo de crisis, porque le da la puta gana… Pero la ética
profesional impide cumplir el mandato del viejo.
Se lo lleva maldiciendo, suelta pestes de aquellos tipos
remilgados. Parece que tendrá que hacerlo él mismo, como
hizo anteriormente con otros, ni sabemos sus nombres, qué
importa… De vuelta a la huerta, dispuestos para su tétrico
cometido foso y cal viva, ata con fuerza y rabia las patas
de *Beethoven*, y este entorna los ojos de terror, pero no
ofrece especial resistencia, aprendió a no hacerlo durante
sus últimos y únicos trece años.
El hombre que acaso un día le regalase algo similar a una
caricia la emprende ahora a golpes, procura acertar en la
cabeza, uno, dos, tres, cuatro… el animal aúlla desesperado,
no puede evitarlo, aúlla a cada garrotazo, patalea a cada
incisión del hierro en su cuerpo. En plena bacanal de sangre
y furia aparecen dos ángeles disfrazados de agentes de
Policía Local, se llevan al criminal, mientras dan aviso
para que recojan al animal malherido, convertido para
entonces en un guiñapo sanguinolento.*Beethoven* murió.
Y nació *Goliath*, a sus trece achacosos años. Es el pomposo
nombre con que le bautizaron de forma espontánea cientos,
miles de amigos a los que nunca conocerá, ni falta que hace
cuando de cariño se trata. *Goliath* por su fortaleza, por
sus ganas de vivir, lo que le quede, mucho o poco, que nadie
sabe cuánta guerra le queda por librar, o si le acecha la
guadaña a la vuelta de la esquina. *Goliath* sabrá por fin
lo que es una familia que merezca tal nombre, el calor del
afecto y hasta de la calefacción en invierno. Moverá a
partir de ahora la cola con causa justificada, las voces
humanas serán ya de amor, precederán siempre a una suave
caricia, con frecuencia a una rica galleta.
Y quien esto suscribe, ateo confeso desde que le alcanza la
memoria, reza cada noche para que se haga realidad su
perverso sueño: verle el rostro a Satanás, aguantarle la
mirada al tipo que mató a *Beethoven*, al miserable criminal
que le regaló sin saberlo una última y luminosa oportunidad
a *Goliath*.
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