Almuerzo con unos amigos, apenas
nada, con el fin de reservarme para la charla de una
sobremesa que promete ser interesante. Porque yo soy de los
que opinan que donde mejor se come es en casa y que, cuando
se hace en la calle, el mejor menú es la conversación. Y
ésta, ejercicio saludable donde los haya, es enemiga del
hartazgo.
Durante la conversación, vaya usted a saber el motivo, uno
de los comensales dijo que yo me había distinguido durante
años por ser defensor acérrimo de los delegados del
Gobierno. Que los había tratado siempre la mar de bien. Y
que él no entendía qué me había llevado a mí a ponerme de
parte de ellos. De todos ellos.
Bueno –respondí-, de casi todos. En realidad, la cosa
comenzó con la llegada de Manolo Peláez. Quien tuvo a
bien citarme en el Hotel La Muralla, recién llegado él a la
ciudad. De modo que decidimos charlar paseando alrededor de
la piscina del establecimiento. El primer delegado del
Gobierno de la transición quería saber la impresión que
había causado entre las ‘fuerzas vivas’ de la tierra que
solían frecuentar una tertulia en el hotel.
Y no tuve el menor inconveniente en contarle la verdad. Que
había sido motivo de comentarios desfavorables por unas
declaraciones suyas en las que decía, tal vez dejándose
llevar por el entusiasmo de su nombramiento, que venía a
Ceuta con “una gran voluntad de servicio para realizar cosas
que nunca antes se hicieron o se hicieron poco”. Palabras
seguidas de un remate poco afortunado: “Vengo a resolver
todos los problemas de Ceuta”.
De modo que los sanedrines de la ciudad, dijeron a una voz y
bien alto: “No sabe el tal Peláez que -según Zurrón- Ceuta
es una ciudad pequeña con problemas de urbe grande y
difíciles de solucionar”. Y que lo habían calificado ya de
político que gustaba de adelantarse a los acontecimientos.
Y, cómo no, de ser partidario de hechos consumados.
Mis palabras, lejos de sus asesores y sin la presencia de
aquellos tipos que le acompañaban, y a quienes se les
llamaba la guardia pretoriana de Peláez, le sirvieron a
éste, al menos, para saber que yo no me arredraba a la hora
de responder si se requería mi opinión. Por más que luego él
siguiera haciendo de su capa un sayo. Que para eso era el
delegado del Gobierno y político curtido en tareas
burocráticas.
Transcurrido un tiempo, Peláez fue bajando el tono de su
demagogia como estrategia política. Y principió a dejar a un
lado las prisas en su cometido porque comprendió que las
prisas son malas consejeras para afrontar cualesquiera
acciones. Y, sobre todo, supo controlar sus salidas de tono
ante los sucesos que se iban produciendo en una ciudad
fronteriza. Con lo que ello significa.
Un día, al cabo ya de muchos meses ejerciendo su cargo, y
mientras charlábamos amigablemente, Peláez me dijo que todo
empezó a irle mejor como autoridad gubernativa desde el
momento en que empleó la táctica del pescado. Táctica que
consiste en ser resbaladizo y no decir gran cosa.
Desde entonces, y en vista de las dificultades que acarrea
ser delegado del Gobierno en Ceuta, he procurado que mis
pareceres sobre ellos carezcan de acritud en las pifias. Y
así seguirá siendo. A no ser que hubiera un delegado
contumaz en el error.
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