En el edificio donde tengo mi
residencia, en la ciudad de Mataró, existía una situación de
carácter social estilo burgués alto.
Sus cuarenta viviendas estaban habitadas por familias
catalanas de larga tradición social, la mayoría empresarios
comerciales y funcionarios,
La tranquilidad por la convivencia era genial, salvo algún
que otro roce con algún vecino bastante quisquilloso, y la
existencia de esa comunidad transcurría como navegando con
un bote en una balsa de aceite.
Hoy en día, diez años después, esa comunidad ha
desaparecido.
Algunos siguen aún aferrados a su vivienda; otros se
largaron a sus pueblos de origen al jubilarse; muchos
fallecieron por el camino abandonando piso y enseres…
Hoy en día son caras largas las que se cruzan en la zona
común de acceso a la vivienda, vestíbulo, y poco a poco se
está convirtiendo en el vestíbulo principal de la ONU,
sucursal Mataró, por la cantidad de extranjeros que circulan
por ahí.
En el piso donde está mi casa, con cinco puertas, cuatro de
ellas pertenecían a viviendas de gente catalana al 100% y la
quinta correspondía a un paraguayo que lleva mucho tiempo
aquí.
Hoy sólo quedamos dos españoles, el resto son chinos,
subsaharianos, ecuatorianos, etc.
Esto no me importa en absoluto, siempre que cumplan las más
pequeñas normas de convivencia en comunidad de vecinos.
Lo que verdaderamente me preocupa es que los extranjeros
cambian constantemente. Caras nuevas a cada momento,
imaginándome yo si no existiría una clínica de “transformers”.
Lo malo de todo esto es que muchos de estos vecinos
extranjeros aceptan ofrecimientos para que otros extranjeros
anoten su residencia en esos domicilios, con vistas de
obtener el codiciado certificado del padrón de habitantes.
No es lógico que los ayuntamientos concedan certificados, a
los inmigrantes, a mansalva sin comprobar “in situ” la
residencia real del solicitante y si su estancia es más que
la meramente turística o de paso.
A los cientos de miles de vagabundos, personas que se ven
forzosamente obligadas a vivir en la calle vía desahucios,
que sin embargo son españoles, les niegan ese certificado,
aún comprobando toda la legalidad del caso…
Así que no es de extrañar, dada la permisividad de los
ayuntamientos, que los moros, mejor dicha, las moras, sigan
cruzando la frontera con hijos a cuestas y los inscriba en
el padrón de habitantes de la ciudad con lo que, al paso del
tiempo, todos los habitantes de la misma sean musulmanes
marroquíes, ceutíes por abuso de ley y con derecho a
convertir la ciudad en una más del reino alauita.
Astuta jugada de larga duración que, si no le ponemos
remedio, acabará con nuestras ilusiones de pasar los veranos
en la ciudad natal.
Lo que no acepto, llámenme como quieran llamarme, es
‘entregar’ nuestra sanidad y ofrecer nuestras instituciones
a habitantes de un país ajeno.
A no ser que se obtengan pingües beneficios de los enfermos
marroquíes que arriban cada día. Beneficios que no
repercuten en las arcas públicas a lo que se ve.
Este es el primer fraude de ley que se ha de investigar: los
beneficios.
Abogo, firmemente, por no inscribir a los niños marroquíes
nacidos en Ceuta en el registro civil de la ciudad, por
cuanto son, antropomórficamente, marroquíes al cien.
Suena raro que una familia que tenga su domicilio real en
Tetuán, inscriba a los hijos en Ceuta, lo que legalmente
constituye abandono de familia ¿no?, pero resulta que una
vez inscrito en el Registro Civil ceutí, vuelven a su casa
en Marruecos y continúan con su vida asilvestrada…
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