Vivimos en un tiempo de
frustración permanente. Nos desbordan las desgracias, que,
como saben, casi nunca vienen solas, sino a batallones.
Ciertamente, por otra parte, una decepción suele doler más
que una traición. Realmente, nos decepcionan tantas cosas
que la tristeza nos puede. Es un tremendo desengaño el que
solemos soportar a diario. Pongamos por caso, el deseo de
poder de muchos ciudadanos, los falsos diálogos de
destacados dirigentes, la mentira táctica y deliberada que
hoy se siembra sin miramiento alguno.
Ante estos hechos, estimo que hacen falta respuestas
verdaderas, pero también nos alcanzan una riada de fracasos.
El retorno de la esclavitud se sirve en bandeja. La
manipulación opera en todos los órdenes sociales. Ahora
bien, ¿por qué tenemos que resignarnos ante este tipo de
situaciones frustrantes? Cada día, al abrir el periódico,
escuchar la radio o ver la televisión, nos golpea con toda
su crudeza la situación de un mundo marcado por un aluvión
de contrariedades. Todos lo sabemos, y son muchos los que lo
padecen en propia persona, la frustración está cada vez más
presente, pues las expectativas del ser humano no suelen
coincidir en absoluto con la realidad.
Así, por ejemplo, se habla de una duro contexto frustrante.
El paro y la precariedad laboral que están sufriendo
actualmente los jóvenes españoles, acabará pasando factura a
un país que se ha dejado adormecer por los sueños políticos,
dejando un despilfarro como jamás, y hoy son víctimas de un
fracaso de una clase dirigente incapaz de poner solución a
un problema, como el del empleo, que no puede esperar. Esa
falta de futuro en la juventud es un peligroso caldo de
cultivo para el conflicto. La ociosidad, en una edad en la
que la laboriosidad ha de ser máxima, acarrea una pérdida
irreparable, puesto que el estado de decepción en esta etapa
de la vida tiene una importante carga emocional. Sin duda,
causa un gran dolor ver a los jóvenes que el objetivo que se
han propuesto y por el que han luchado se viene abajo con un
desempleo sin precedentes. A pesar de su lozanía, le superan
los problemas, sienten ansiedad, rabia, depresión, angustia
y mucho daño; todos ellos, son sentimientos autodestructivos
de la persona.
Falta esa transmisión a los jóvenes del aprecio por la lucha
en común, de servicio al bien y de apertura al mundo con
ojos capaces de ver horizontes nuevos. La juventud de todo
el mundo es la gran perdedora. Muchos han crecido sin
familia y no conocen la solidaridad, el respeto, el perdón o
el cariño. Otros puede que hayan crecido en familia, pero
ahora le destrozan la vida los ritmos de vida frenéticos, la
preocupación por el futuro y la frialdad de sus semejantes.
Parece como si un manto de negrura hubiera descendido sobre
nuestra época y nos hubiese dejado a todos ciegos. Lo
prioritario, por consiguiente, es prestar atención al mundo
juvenil, saber escucharlo y valorarlo en su justa medida,
transmitiéndole el aprecio por el valor positivo de las
cosas, en lugar de pensar que el dinero lo es todo y que con
él se consigue todo.
En cualquier caso, es una lástima que se frustren las
expectativas de una juventud muy preparada para competir, y
no tanto para compartir. Estamos a tiempo de rectificar unos
y otros. Yo creo que nunca será tarde para construir o
reconstruir una utopía que nos permita compartir el mundo.
Como decía el dramaturgo español, Jacinto Benavente, “más se
unen los hombres para compartir un mismo odio que un mismo
amor”, lo que nos exige cambiar de actitudes. No es posible
que la vida sea así. Verdaderamente no. Somos las personas
las que generamos frustración e irritación en los jóvenes,
haciéndoles perder la autoestima y la esperanza en el
futuro. Esta es la pura verdad. A los jóvenes se les sigue
educando en la frustración indestructible cada vez que la
formación se inclina únicamente para tener éxito, en lugar
de encaminarla para vivir una vida justamente compartida.
Ante este tiempo de frustraciones y de desesperación, de
cinismo y de desvergüenza, hacia los jóvenes sobre todo,
urge tender puentes de diálogo y comprensión. Los adultos de
esta época se están cargando los sueños de una juventud que
puede iluminar y transformar el mundo. Ya está bien de
someter al ser humano a las tensiones que crean otros seres
humanos, como si fuese un divertimento más. Ya está bien de
dilapidar a un ritmo acelerado los recursos que a todos nos
pertenecen por igual. Ya está bien de pasar la factura de la
angustia, la frustración y la amargura a los mismos de
siempre, a los más desvalidos y pobres de la sociedad. Desde
siempre, los jóvenes, han soñado la implantación de un
planeta más equitativo, más fraterno y más tolerante.
Hoy más que nunca es la hora de los jóvenes emprendedores
para que acaben con el sentimiento de frustración que se
vive por la crisis que agobia a la sociedad. Ellas y ellos,
nuestra juventud, son un factor determinante en el cambio
social. Por tanto, es fundamental que se multipliquen los
esfuerzos para promover la integración profesional en el
mercado de trabajo. Su proceder imaginativo, sus energías
creativas, sus ideales, son fuente necesaria e
imprescindible para los tiempos presentes. Una sociedad que
les aísla está condenada a vaciarse de ilusiones. Son el
entusiasmo que el mundo necesita. Que lo sepamos.
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