El pasado domingo me encontraba un
tanto plomizo, ya se sabe que trasnochar y madrugar no caben
en el mismo costal, y por eso lejos de machacarme corriendo
por la ruta de los elefantes, esto es desde Benitez hasta
Benzú, decidí sestear en el coche tirado como un parado más
y dejando entrar el húmedo arrullo de la brisa marinera,
ele, sin fustigar mis ojos que no obstante se vuelven
irrespetuosos al paso de las féminas cuya anatomía en
movimiento corta el aire al trotar por la senda misma. Más
ele. Si el loro no canta es sencillamente porque no quiero,
que no sintonizo la música no porque el dial esté pasado
como este escribidor sino porque se la tengo reservada a un
primor, que me pide con insistencia pertinaz, creo que hasta
obsesiva ya (¿Es que uno y su gorgojo como cántico de
ruiseñor no le vale como melodía? Bueeeno), que arregle la
puñetera radio. Vale, puede que sea por un rapto de neuronas
o bien por envite de un juego amoroso que no termina de
convencer a las partes, así están las cosas. En empate.
El caso es que me viene a la memoria, quizá porque mi vista
sigue la estela de un reactor allá en el cielo claro, aquél
vuelo de Iberia cuya sigla y madrinaje uno no recuerda, ni
quiere, en un día cualquiera, digamos un 27 de febrero,
barruntada la primavera del año 2008, en que desde su
despegue de Gibraltar hasta su exitoso final (qué si no, de
lo contrario hoy no les daría a ustedes la tabarra), que por
fallo en la turbina del ala izquierda por la succión de unas
gaviotas, quiero creer que malcriadas en ese pedacito de la
pérfida Albión, aterrizó de emergencia en el aeropuerto de
Málaga, en lugar de hacerlo en Barajas, su destino.
Yo no sé si me ensucié los pantalones o perdí el control del
otro esfinter mojándole en el cogote al vecino de delante
-perdón por lo escatológico-; por cierto, ¿era varón o
mujer? Lo que sí se es que al piloto, al que por supuesto ya
en tierra y no antes de sentir que me habían dejado de
flaquear la piernas y de recomponer mi figura por fin, le dí
las gracias verbalmente a la par de mirarle a sus ojos
cristalinos como de ángel, tal cual se mira embobado al
héroe justiciero que salva a su chica de las garras del
malvado.
El piloto español acertó en una maniobra muy ajustada al
girar picando por encima de la mole rocosa, justo cuando el
motor averíado más renqueaba, bramava, acojonaba, incluso
parecía reír el muy cabrón hasta que dejó de funcionar
silbando las aspas al albur sólo de la brisa marina. Similar
a la que ahora me acaricia el cuerpo, en tierra firme.
Fue entonces y sólo entonces, en que se supone que con el
aplomo que llevan en la sangre estos conductores de la Wels&Fargo
alada cuyo aprendizaje les costaría sudor y lágrimas, money
también en las academias pseudoamericanas, el piloto con su
par de albaidas se sirvió del motor derecho sano y salvo del
plumerío joputa y aprovechando la velocidad que había
conseguido el avión en el despegue, continuó el ascenso
ganando mayor altitud y así -vuelvo a suponer, porque la
suposición es el arma con el que nos defendemos los putos
ignorantes- poder llevar mucha velocidad a mayor altura
(todavía dudo si el piloto, en un gesto cristiano redentorio
de pecados, pretendía acercarnos a saludar de paso al bueno
de San Pedro, quien sonriendo, viéndonos mudos de espanto
asomados a los ventanucos del avión pálidos nuestros caretos
como la cera, parecía exclamar: “pobrecicos parias de la
tierra..”) para que la velocidad bajase y poder llegar
planeando cual trazo de tiralíneas a buen destino. ¡Uufff!
Sorteados los equipos de rescate, bomberos, ambulancias,
policías, guardiaciviles, azafatas y un largo etcétera de
personal que no dejaba de mirarnos como extrañados,
sorprendidos por ver a un grupo numeroso de supervivientes
desfilar entre ellos -mal claro, qué esperaban, ¿que
marcharamos marciales cual paso de la legión?-, sólo me
restaba atizarle un sonoro corte de mangas al fatídico día:
27 de febrero. Fecha de la que alguno que yo me sé huye como
de la peste. El 27-F ni te cases ni te embarques. Ojú.
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