Es inteligente, culta, bella, y
poco dispuesta a pegar la hebra porque sí. Conmigo lo hace
de higos a brevas. Ya que vive entregada a su trabajo, es
viajera, y apenas se deja ver por los sitios de costumbre.
Ahora bien, yo tengo la suerte, siempre que ella decide
tomarse un respiro en sus labores, de tropezármela. Cuando
ello sucede, me gusta provocarla de esta guisa: “Tengo la
impresión de que nuestro encuentro no ha sido casual”. Y a
ella, como otras veces, le sale ese mohín de qué más
quisieras tú…
En esta ocasión, cuando apenas llevamos unos minutos
conversando, va y me dice que si voy a escribir algo esta
semana sobre las mujeres por celebrarse el Día Internacional
de la Mujer Trabajadora. Y le digo que sí. Y ella, haciendo
un alarde de memoria, va y me suelta lo siguiente:
-La diferencia que hay entre los hombres y las mujeres es
que ellos hablan bien de ellas y las tratan mal, mientras
que ellas hablan mal de ellos y los tratan bien.
Y, tras hacer una pausa acompañada de risa, le recuerdo que
lo dicho por ella fue escrito por mí el año anterior por
estas fechas. Lo cual demuestra que me lees con cierto
interés.
-Verdad es. Incluso no tengo el menor inconveniente en
reconocerte que no pocas veces tomo apuntes de lo que
cuentas. De ahí que sé que volverás a escribir bien de
nosotras.
Por supuesto, querida amiga. Así que te voy a adelantar algo
al respecto. Nada que no haya dicho antes, pero que en estas
fechas, donde las mujeres celebráis vuestro día participando
en actos culturales, deportivos, sociales, humanitarios,
etcétera, creo que se impone insistir en que “diferentes” no
significa “inferiores”.
-O sea que en este punto, Manolo, tú crees que las ideas
feministas han triunfado realmente.
-Naturalmente que sí. ¿Quién se atrevería a afirmar todavía
que las mujeres son menos inteligentes, dotadas, creadoras,
hábiles y artistas que los hombres? Todo el mundo reconoce,
y los hombres los primeros, que las desigualdades que
subsisten entre los sexos están relacionadas con las
condiciones, no con las capacidades. De modo que cada vez
son menos los hombres que se atreven a esgrimir esos
argumentos de otros tiempos acerca de la “superioridad” del
sexo fuerte. Y quien lo hace se expone, sin duda alguna, a
recibir una reprimenda de mucho cuidado.
-Lo que tú quieres decir es que se acabó el viejo mito de la
Dama de las Camelias. Que ya no somos vistas por vosotros ni
frágiles, ni evanescentes, sino más bien robustas, duras
ante el dolor y con más posibilidades de vida larga.
-Pues sí. Pero eso no lo digo yo, sino que lo prueban todos
los estudios relacionados con el tema. Ya que estáis
sobradas de voluntad y valor; de olfato, sutileza, sexto
sentido: vamos, que un poco brujas sí que sois. Y qué decir
de vuestra resistencia física.
-Tampoco te pases… Porque al paso que vas eres capaz de
describirnos como seres perfectos. Y ni tanto ni tan calvo.
-Vaya, ya me has obligado a referirte lo que decía Paul
Valèry -escritor él-. Que hay tres clases de mujeres: “las
fastidiosas, las fastidiantes y las fastidiadoras”. Y a
juzgar por lo que dicen los hombres, aquel desagradable
misógino no se equivocaba del todo.
-¿Me puedes explicar las diferencias entre esas categorías?
-Lo haré en otra ocasión. Basta por hoy.
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