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OPINIÓN - SÁBADO, 3 DE MARZO DE 2012

 
OPINIÓN / COLABORACIÓN

In memoriam Manuel Domínguez del Barrio (II)

Por  Julián Manuel Domínguez Fernández


Hoy se habían reunido antes que de costumbre en la sastrería. Estaban Manolo Bajo sargento de artillería, el sargento de Ingenieros Montes, el teniente Lluch de Intendencia, el capitán veterinario Eulogio Fernández, el practicante Chacón y el albañil Toboso Rosell, Matamala, Pedrosa, Subiza, Vázquez, Lagares, Márquez Donaire, Barberán, el alférez Herrera, el sargento Teófilo Domínguez de Intendencia, Matías Redondo del cuerpo auxiliar subalterno de Alcázarquivir. Y como siempre Domínguez del Barrio, y esta vez alguien más importante. Estaba Cristóbal de Lora, a la sazón gran maestre de la logia masónica de Marruecos e interventor territorial de Arcila. Y tampoco era casualidad que estuviera en Larache desde primeras horas de la mañana el jefe del ejército del Norte de África, Agustín Gómez Morato. Sabía de la unánime opinión de la mayoría de los jefes y oficiales de Larache, para unirse a la sublevación.

Alrededor de las cuatro de la tarde sonó el teléfono en el Casino Español. Curro lo cogió rápido como siempre. Aunque tenía solo 13 años era el auténtico jefe de los botones del casino. Curro, mote de Moisés Melul, salió corriendo como alma que lleva el diablo hacia el Café Hispano-Marroquí, donde estaba Gómez Morato junto con otros oficiales del ejército. Llamaba el Presidente del Gobierno Casares Quiroga para decirle al general que se fuera inmediatamente para Melilla. Su carrera militar acabaría poco después de aterrizar allí. Probablemente Franco le pasaría factura por su oposición, no solo al golpe militar, sino también a su entrada en la logia LIXUS de Larache en 1.926, junto al general Riquelme y el general Romerales.

Sobre las siete de la tarde el sastre mandó a su ayudante a un recado algo especial. Que fuese a la escuela hispano-israelita para decirle a Matamala que mandase a sus hijos a casa porque había estallado un golpe militar en Melilla. Matamala cerró la escuela a cal y canto y salió corriendo con Soto separándose al pasar por la calle Ocho de Junio. A su vuelta a la sastrería salía el practicante Chacón a toda prisa y su jefe estaba cerrando el negocio rehusando atender a un cliente que en ese momento llegaba a por una americana. Soto sabía que algo se cocía pero no sabía exactamente el qué y por eso desde hacía tiempo mantenía más que buenas relaciones con el agente Rodríguez. Tan buena relación que se hizo con una buena cantidad de documentos que estaban en el probador de la sastrería y en la habitación de la azotea de la misma. Esos documentos iban a ser la sentencia de muerte para el sastre, Giraldi, y Domínguez del Barrio.

20 horas. Rodríguez aprovechó la ocasión para cargarse a Gilardi de una vez por todas. Era su momento. El Interventor Regional había llegado a la jefatura para entrevistarse con Gilardi, y Rodríguez lo abordó sin ningún reparo explicándole la vigilancia que los seguidores de Jiménez realizaban con el placet de Gilardi y del capitán de la guardia civil, citando a Gilardi a las 22,30 horas en su mismo despacho. En la intervención varios funcionarios republicanos protestaban acaloradamente ante el interventor territorialAnteriormente Gilardi había ordenado a toda la plantilla que se concentrasen frente al edificio de correos en la avenida de la República a las 23 horas. Que fuesen armados y que ante cualquier incidente lo cortasen con toda energía, particularmente si fueran elementos fascistas o de derechas. Todos estaban armados y bien municionados, pero nadie fue a Correos. No hizo falta.

La vigilancia había empezado antes. Estaba claro que se produciría en breve el golpe militar. Domínguez del Barrio, Ferrer y Vázquez quedaron en el bar del Cocodrilo. Cuando vieron pasar con bastante prisa a Aurelio Rodríguez y su compañero de vigilancia, el agente Muro, salieron deprisa hacia el jardín de las Hespérides y de allí bajaron por la cuesta de la Torre. Esa noche no estaban como era de costumbre en la terraza del café Hispano-Marroquí, lugar donde se reunían asiduamente, lo que extrañó a los policías. Se pidieron ambos un café y desde uno de los ventanales podían controlar la calle. En unos minutos, se oyeron disparos.

-Parecen provenir de los alrededores de la Comandancia de Ingenieros. Vamos pitando. En medio de la calle un tropel de gente, sobre todo de mujeres y niños salía sin orden ni concierto del Teatro de España. Rodríguez y Muro intentaron contenerlos con la ayuda de un guardia de seguridad que pasaba por allí. Pistolas en mano hicieron retroceder a la multitud haciéndoles llegar a la mayoría hasta la Unión Española. Allí, como un punto más de vigilancia estaba como siempre Vázquez Castillo.

-Ayúdeme, por favor. Del grupo había surgido una chica, a la que llamaban la Peluquera que pidió la ayuda de Aurelio Rodríguez y la acompañó hasta el Zoco Chico. A la altura de la Valenciana, sonó otra descarga y precisamente en el arco de entrada a la plaza de España otro grupo de gente venía huyendo de la calle Ocho de Junio.

-¡¿Qué hacen Vds. las autoridades de Larache, que no se enteran de lo que está sucediendo?! ¡Estos militares nos están asesinando! Era Juan Castañeda Tinoco, vecino del Barrio Nuevo y miembro del Centro Cultural Obrero de Larache, del que era secretario de albañiles. Castañeda ni podía imaginarse que decir eso le costaría doce años en la Prisión del Hacho por excitación a la rebelión. Ya en octubre de 1934 le habían detenido 3 días y expulsado del Protectorado por sospecha de estar afiliado al partido comunista, amnistiándosele luego.

Aunque estaba fuera de servicio Rodríguez volvió a la jefatura de policía donde ya un sargento de Ingenieros estaba al mando con 10 soldados. Gilardi los había llamado para proteger la jefatura. Al no encontrarlo, fue hacia la jefatura del Territorio. Allí encontraron a Gilardi, junto al capitán Galán y al Interventor Regional. Gilardi. Al intentar darle la novedad, Gilardi le dijo que estaba detenido. Que se hiciera cargo del despacho Colomer como más antiguo y entregando las llaves a Aurelio Rodríguez. Antes tanto el Interventor como Gilardi se habían puesto a las órdenes del Coronel Eleuterio Peña (delegado de Asuntos Indígenas desde el 14 de junio cuando sustituyó al teniente coronel Muñoz Grandes) al teléfono desde Tetuán. Gilardi le había dicho que los oficiales habían engañado a los soldados al sacarles a la calle. Eso le valió la inmediata detención y su próximo fusilamiento.

Mientras tanto, Muro siguió hacia su domicilio, encontrándose de frente con todo el pastel. Frente a la Misión Católica y en una camioneta estaban colocando el cadáver del teniente Reinoso en aquel momento. Una nueva descarga tronó. Se parapetó a la espalda del kiosco en construcción. Al oír dos nuevos disparos procedentes del interior del Banco de Estado de Marruecos cambió su posición porque estaba en línea de tiro. Eran los mehaznis de vigilancia en el banco que lo custodiaban. Pensó mejor en volver a la jefatura y no complicarse la vida porque pistola en mano podía ser confundido por los militares como elemento contrario al movimiento. En los umbrales de la jefatura se encontró con un grupo de paisanos pidiendo armas,y siguió hacia el edificio de la Intervención Territorial, donde el Interventor hablaba con el Coronel Peña de Tetuán. Al momento entró Gilardi mirándose por todas partes de su cuerpo.

-No sé si me habrán dado, dijo. Y al teléfono se puso a las órdenes de Peña diciendo: los oficiales han sacado las tropas a la calle y al darse cuenta los soldados de que les engañaban han disparado contra ellos, habiendo dos muertos.

Lo cierto es que a las 23 horas del 17 de julio, una compañía del Batallón de las Navas al mando del capitán Moreno Farriols, proclamó la sublevación, a pesar de la oposición del Teniente Coronel Romero Basart, que huyó como pudo hacia el Marruecos Francés y de ahí a la España republicana. Su prioridad era tomar la sede de Correos y Telégrafos. Y allí fallecieron en la misma puerta y por disparos de sus propios soldados los tenientes Jacobo Bozas y Francisco Reinoso. El 22 de julio, el soldado Alfredo Martín Blasco a las cinco de la mañana, en el Campo de tiro de Nador, en las afueras de Larache, sería fusilado, como autor de los disparos. No hizo falta juicio.
 

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