Cuando yo era niño, allá en los
comienzos del siglo pasado, los hombres ricos comían a
destajo y disfrutaban de unas barrigas esplendorosas.
Mientras que la delgadez de los enclenques, enjutos y
macilentos, era sinónimo de pobre y de peligro y hacia temer
lo peor; lo peor era la tisis, y ésta, por falta de medios,
era el camino más corto para diñarla.
Los hombres ricos, salvo excepciones, se ponen barrigones
porque se preocupan muy poco de seducir por su atractivo
físico a las mujeres dependientes de ellos financieramente.
Pueden permitirse ese lujo sin correr el peligro de que les
dejen plantados las mujeres porque tienen los cordones de la
bolsa.
Es lo que solía decirles, cada dos por tres, la señorita
Charo a sus compañeras del ropero de la Congregación de los
javieres de mi pueblo, sin percatarse de que yo era
monaguillo aventajado que andaba siempre con el oído presto.
A medida que fui creciendo en edad y en conocimiento, me di
cuenta de que las mujeres consideradas objetos, según la
señorita Charo, aceptaban en aquella época estar dotadas
ellas mismas de unas redondeces que hoy no estarían bien
vistas (¡véase, si no, a Renoir y su idealización de
las nalgas celulíticas!).
Así lo cuento en conversación sabatina, a esa hora vaga de
mediodía en la que un rioja sienta superior, cuando el
médico internista que forma parte de la reunión, entra al
trapo y emite su parecer:
-Lo que acabas de decir, Manolo, es muy sencillo: la
medicina no había descubierto todavía a comienzos de siglo
los peligros que el exceso de peso hacía correr al organismo
de los obesos. Todo lo contrario: los abuelos de tu niñez, y
adolescencia, consideraban a los bebés rollizos, a los niños
de mejillas rotundas, a las mujeres anchas de caderas y
pechos generosos, a los hombres confortables, como
parangones de salud.
Y, claro, la respuesta del médico internista me permite a mí
contar una anécdota que le viene que ni pintiparada a su
explicación. Un día, de aquellos años de comienzos de 1900,
cuando Pedro Sainz Rodríguez estaba hablando delante
de un grupo de amigos, don Gregorio Marañón, toda una
eminencia de la medicina, le dijo al catedrático y político:
-No debe usted preocuparse excesivamente por su obesidad;
tiene una gran salud. Usted es un gordo constitucional y no
le conviene adelgazar excesivamente, aunque es posible que
muchos médicos se lo aconsejen.
La respuesta de Sainz Rodríguez, que era de armas tomar en
cuanto a sarcasmo e ironía, no se hizo esperar: “Pues mire
usted, Marañón, como creo que soy lo único constitucional
que queda en este país, voy a conservarme lo más gordo
posible”.
El éxito de aquel chiste fue sonado. Porque muchos
periódicos de la época lo divulgaron. Nada que ver, por
supuesto, con el chascarrillo contado por Carlos
Arguiñano sobre la negativa del Real Madrid a ceder su
estadio para la final de la Copa del Rey entre el Athletic
de Bilbao y el Barcelona. Asegurando que “no se juega en el
Bernabéu porque no es la Copa del Generalísimo”.
Arguiñano, cocinero destacado, es un tío malage contando
chistes. Todo un sieso. Más bien un sieso manido. A quien
convendría recordarle por qué su Bilbao llegó con Franco a
tantas finales.
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