Escribía Francisco Umbral,
cuando su quebrantada salud le hizo ver que se aproximaba el
acto final de su vida, que estaba en deuda con Mariano Rajoy
por haberle tratado, en cierta ocasión, con una crudeza
inmerecida. Y explicaba, con su enorme dominio de la lengua,
la que manejaba como le daba la gana, que le debía una
reparación al político del PP.
Así, mediante esa explicación de intenciones, comenzó a
dedicarle algunas columnas al hombre que, en aquellos
entonces, no gozaba del fervor de los votantes y que parecía
condenado a ser un perdedor de elecciones sólo comparable a
Javier Arenas. Ese Arenas que espera con ansiedad la
llegada de marzo para romper su hegemonía de derrotado y
convertirse, al fin, en presidente de la Junta de Andalucía.
Las columnas de Umbral, dedicadas a MR, fueron como eran
‘Los placeres y los días’ de Umbral: escritos de gran
belleza literaria, y que muchos consideraban barrocos,
excesivos amanerados… Y que a mí me hacían disfrutar de lo
lindo. Porque no dejaban de ser sonetos. Pues tenían sus
medidas, sus claves, su poética.
En una de ellas, es decir, de las columnas dedicadas al
actual presidente del Gobierno, creo, pues cito de memoria,
que se refirió a la timidez del hombre que es de buen comer,
aficionado al ciclismo, y amante de los buenos puros. Aunque
dejaba entrever que había que cuidarse mucho de la ira de un
tímido. Una timidez que, a su vez, se valía de su ser
socarrón para tratar de mantener el equilibrio de su
personalidad.
Desde entonces, desde que Umbral decidió hacerle el artículo
a Rajoy, llevado quizá por la mala conciencia de haberle
tratado de ridiculizar en otra época, yo comencé a fijarme
mucho más en el hombre a quien José María Aznar
señaló con el dedo cual sucesor suyo. A prestarle mucha más
atención a sus discursos, a su lenguaje corporal, a su
caminar en espacios abiertos, y a comprobar cómo en los
debates se acentúan sus tiques.
Mariano Rajoy ha conseguido aunar los rasgos del aldeano
gallego y del castizo madrileño. Y tengo la impresión de
que, aun con ese escaparate de seriedad y de no haber roto
un plato en su vida que luce, es capaz de reírse del más
pintado.
No en vano ha sido la tierra gallega donde mayor número de
cultivadores del humor han surgido y donde la socarronería
se ha hecho proverbial. Para muestra lo que sigue: junto al
humorismo personalísimo de Julio Camba encontramos el
inseguro de Luis Taboada y el intencionado o
trascendente de Fernández Flórez. Quizá, como decía
Pedro Sainz Rodríguez, en ‘Semblanzas’, una tradición
enraizada en la sabiduría de los primitivos celtas ha
producido estos frutos tan escasos en las jóvenes culturas.
Pues eso, que a Rajoy se le nota la inseguridad a la legua;
sobre todo cuando camina por espacios abiertos. En esos
momentos, su braceo, si ustedes se fijan, va en total
desacuerdo con su paso. Por lo tanto, bueno sería que su
asesor de imagen le recomendara ver escenas de Manuel
Rodríguez Manolete y de Robert Mitchum. Los
hombres que mejor supieron andar en su tiempo.
Con la que está cayendo, dirán ustedes, qué coño importan
los andares Rajoy. Pues claro que importan, y mucho; ya que
trasmitir inseguridad, en cualquier aspecto, le está vedado
a un presidente del Gobierno. Máxime en los tiempos que
corren.
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