Las medidas tomadas por el
Gobierno están levantando ampollas. La reforma laboral
anuncia una más que posible primavera caliente. Ya que los
sindicatos saben que una huelga en estos momentos, donde la
gente aún no se ha percatado de la importancia del decreto
gubernamental y anda como desnortada, no tendría la dureza
que los gerifaltes sindicalistas desean para continuar ellos
yendo a gusto en el machito. Que no es otra cosa que
sentirse cómodos en una situación privilegiada, que no
corresponde, de ningún modo, con los servicios que prestan a
los trabajadores.
El sindicalismo está sumido desde hace ya mucho tiempo en
una decadencia que amenaza con ir a más. Sobre todo porque
como organismo no ha sabido conquistar a esa masa de
afiliados que le hubiera permitido con sus cuotas acceder a
una independencia sumamente importante para la defensa de
sus derechos laborales. Lo cual se debe, entre otras
cuestiones más que sabidas, a que “los sindicatos no admiten
ideas, sólo ideologías”. Y, por encima de todo, al cobro de
subvenciones cuantiosas que han influido de manera poderosa
en el descrédito que se han ido ganando.
Los trabajadores formaron sindicatos para tener una voz y
para mejorar sus salarios y condiciones laborales, no para
dar a los grupos minoritarios la oportunidad de alcanzar sus
fantasías políticas. En esta ciudad, sin ir más lejos,
tenemos el mejor ejemplo: ‘Caballa’. No hace falta más que
analizar el comportamiento de quien lidera la coalición. Una
forma de actuar que perjudica ostensiblemente al
sindicalismo. Lo desnaturaliza. Lo deja en evidencia ante
quienes acaban convencidos de que está hecho para el
disfrute de unos pocos. Así, no me cabe duda alguna que los
sindicalistas íntegros, que los hay, tienen dos opciones: o
someterse a la voluntad de la mayoría o salir del organismo
deprisa y corriendo y sin mirar hacia atrás, no vaya a ser…
Muchas veces he oído que la misión del sindicalismo
consistía en mediar en un problema de muy difícil solución;
es decir, que “los patrones no quieren dar nada y los
obreros quieren tomarlo todo”. Y hasta he creído ver en esa
disposición una neutralidad tan necesaria como la que se le
adjudicó a la clase media. Algo que viene de lejos.
En efecto, Aristóteles desea hacer prevalecer una
Constitución basada en la “clase media”, esa clase que había
intentado en varias ocasiones imponer en Atenas sus puntos
de vista y que se definía como intermediaria entre los
ricos, llevados por su egoísmo y la ambición, y los no
propietarios, carga y amenaza para el Estado. Porque esta
clase es la que asegura la estabilidad del Estado, permanece
fiel a las leyes y desconfía de los arrebatos pasionales.
Pues bien, los dirigentes sindicales, puede que exista la
excepción, han tendido a irse hacia arriba. Tal vez porque
de frecuentar tanto a los empresarios poderosos, y a
políticos de primera fila, cayeron en la cuenta de que ellos
tenían todo el derecho del mundo a sentirse influyentes. Y
también entendieron, faltaría más, que los acuerdos con los
más ricos siempre proporcionan dividendos.
Así que con los sindicatos de capa caída, y la clase media a
punto de ser extinguida, el camino queda expedito para que
un Gobierno, con mayoría absoluta, haga de su capa un sayo.
Urge que Rubalcaba sea capaz de insuflarle vida a su
partido y éste haga una oposición acorde con las necesidades
actuales.
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