Hay hambre de justicia social en
el mundo. Y lo peor, es que se acrecienta cada día más,
mucho más, porque la justicia social está ligada al bien
común y esta sociedad le importa un rábano el respeto de la
dignidad transcendente del ser humano, o el deber de hacerse
prójimo de los demás. No podemos con la envidia que, como
dijo el filósofo y escritor español Miguel de Unamuno, es
mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre
espiritual. Los efectos de esa rivalidad nos ciegan para que
triunfe la injusticia. Así, las diversas formas de
discriminación lejos de desaparecer, aumentan; y las
desigualdades son escandalosas, lo que contradice el
espíritu de la justicia social de la que tanto hablamos y
con la que tanto se nos llena la boca a todos.
Un pueblo hambriento de justicia social es un pueblo
condenado al fracaso, en el que no es posible que haya paz
social. Ciertamente el mundo está muy convulso, en parte por
esa hambruna de fraternidad humana. No puede haber orden
social si la autoridad es un inmoral, que no practica para
nada la solidaridad. La ejemplaridad de las instituciones en
este mundo globalizado, hoy por hoy es algo imposible.
Sabemos que la justicia social no es doctrina partidista,
sino un principio fundamental para la convivencia de todos
con todos, entre pueblos y naciones, entre culturas y
ciudadanía. Lo sabemos, pero pasamos de promover la igualdad
de género más allá de la ley y los derechos de los excluidos
del sistema, de los marginados, de los migrantes. Los muros
que nos separan y nos enfrentan se agrandan por el odio a
determinadas religiones, razas o etnias. Lo malo es que sus
autores duermen en nuestra cama y comen en nuestra mesa, a
veces de nuestra propia comida y hasta nos echan de nuestro
propio lecho.
Para las Naciones Unidas, la búsqueda de la justicia social
es más que una celebración (el 20 de febrero) o un
imperativo ético, son los cimientos en que se sustenta la
vida de sus moradores en el mundo. De esta manera, la
igualdad de oportunidades es un cuento que nadie se cree en
este mundo de lobos; la solidaridad es el traje que todos
nos ponemos para lucirnos, pero que no lo vestimos a diario
para donarnos; y el respeto a los derechos humanos es el
baúl de los olvidos. Esta es la realidad pura y dura, la del
desconsuelo de muchas personas, mientras otros derrochan lo
suyo y lo de todos. Celebraríamos que el día mundial de la
justicia social fuese, en verdad, una llamada a la dignidad
de las personas. Cuesta entender que en un periodo de crisis
como el actual, en el que la privación del trabajo daña no
sólo al que lo padece, sino a una familia entera, la
protección social no exista o sea menos abundante que en
otras épocas, sabiendo que es indispensable para construir
sociedades más justas, inclusivas y equitativas.
Mal que nos pese, la recesión mundial es fruto de la
injusticia de determinados poderes, a los que no les ocupa
ni preocupa para nada, que haya personas que se mueran de
hambre, por una falta de garantía a los servicios sociales
básicos. Para determinados poderes la vida de las personas
no vale igual. A los datos proporcionados por la ONU, me
remito: “Un 80% de la población mundial carece de acceso a
una protección social adecuada. Las mujeres son
especialmente vulnerables. La finalidad de establecer un
nivel mínimo de protección social es evidente: nadie debería
vivir por debajo de un nivel de ingresos determinado, y todo
el mundo debería gozar de acceso a servicios públicos
esenciales como el agua y el saneamiento, la salud y la
educación”. No se puede consentir que el hambre de justicia
social se ensanche, por culpa de la debilidad de personas
que son incapaces de mantenerse firmes contra las fuerzas de
discriminación que deniegan a las personas poder ser
personas.
Consideremos, pues, que el poder tiende a corromper, sobre
todo el poder absoluto. Hay que detener al poder que devalúa
a las personas y no se toma el deber de cuidar a la
ciudadanía. Para ser libres de ese poder satánico antes hay
que ser justos consigo mismo. La justicia social no puede
permitir que mientras unos poseen crecimiento, otros
acumulan deudas. ¿Dónde está la solidaridad de las naciones
ricas para con las pobres? El amor y el cuidado de la
dignidad de los marginados es incompatible con el amor
desordenado y la cosecha egoísta de riquezas que algunas
gentes acumulan para sí. Es un deber de justicia que
determinados poderes cumplan con el deber de imparcialidad y
devuelvan lo que han robado al bien común. ¿Pero quién le
pone el cascabel al gato en un mundo en el que las ruedas
del poder vale tanto como el dinero?. Si todos tuviésemos en
mente un único poder: la conciencia al servicio de lo justo
y la lucidez al servicio de la solidaridad, veríamos cómo
las fuerzas de discriminación se debilitarían.
El malestar social que vive actualmente el mundo es tan
evidente, que hay que hacer algo por reducirlo. Juntos
podemos conseguir que nuestra labor, la de cada uno en
particular, detenga poderes corruptos en pro de un
desarrollo de justicia social que colme a la humanidad de lo
básico para poder ser persona. Las estructuras sociales se
han deshumanizado como jamás y manipulan a la ciudadanía a
su antojo, porque nos movemos en el terreno de la
incoherencia, por ejemplo entre actuaciones sociopolíticas y
compromisos ciudadanos, de la falsedad de un poder sin
límites para sus adoctrinados, de la inhumanidad o de
aquellos poderes que permiten que la maldad cohabite en las
instituciones. No obstante, quien no denuncia el mal,
permite que se haga y es cómplice. Por tanto, la hambruna de
justicia social convive con nosotros porque nosotros, cada
uno de nosotros, lo consiente. Por desgracia, nos hemos
acostumbrado a vivir con la injusticia social, que proviene
del ser humano mismo, y para que triunfe este mal, sólo es
preciso que los justos no hagan nada. Nadie se hizo injusto
repentinamente.
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