Corren tiempos difíciles. Tan
difíciles como para no hacer el menor alarde de valor en
ningún sentido. Verdad es que los héroes hace ya mucho
tiempo que no se llevan. Es decir, que pasaron de moda. Los
héroes, como dice un renombrado jurista español, son
excepcionales y por eso no sirven; son peligrosos porque
siempre creen tener razón y pretenden imponerla.
Nunca fue recomendable ir por la vida haciendo de llanero
solitario. Nada nuevo es que las personas que no están
afiliadas a ningún partido político, hermandad o cualquier
otra asociación, sean tenidas por extrañas. Por raras. Y se
las mire de soslayo, además de pasar a la categoría de
sospechables.
Lo más natural es buscar cobijo dentro de un grupo, y si es
posible asumir la importancia que tiene un gremio y seguir
sus directrices. Vuelve a ponerse de moda, si alguna vez
dejó de estarlo, el corporativismo. La defensa a ultranza de
los propios, siempre y cuando los propios acepten las reglas
impuestas por la mayoría, y no se atrevan a destacar en
ningún sentido.
Pobre, por tanto, de quien ose llevarle la contraria al
grupo, palabra que me agrada más que referirme al colectivo
formado por los miembros de cualquier organismo. Ya que, en
menos que canta un gallo, será acusado de querer sacar los
pies del tiesto. De querer destacar por encima de sus
compañeros. De tener el ego más grande que José Mourinho.
Y, a partir de ahí, dará comienzo una cacería contra la
persona disonante. Y más pronto que tarde, sin duda alguna,
la jauría humana de su grupo se lo llevará por delante.
A los componentes de los grupos, de cualesquiera grupos, que
no deseen significarse, no le podemos pedir objetividad en
sus comportamientos. Porque todos los organismos están
politizados. Y, naturalmente, impera la cultura de ponerse a
salvo de cualquier metedura de pata que ponga en riesgo la
posición social y, sobre todo, el sueldo.
Leía, días atrás, una columna de uno de los mejores
columnistas de España, en la que decía que la objetividad
exige más gasto cerebral y también económico. Y alegaba lo
siguiente: cuanto más precarios son los grupos, entiéndase
comunidades y organismos, más es el grupo una garantía de
supervivencia para sus miembros.
Obviamente esa protección implica no contrariar las
decisiones colectivas, y no contrariar las decisiones
colectivas supone muchas veces renunciar a las propias. Por
consiguiente, cuando alguien se asombra de que en los
partidos políticos apenas existen voces disonantes, dice el
periodista aludido que el asombrado es él: porque la voz
disonante requiere de una cierta disponibilidad económica.
Pero no sólo ocurre así en los partidos políticos, sino en
cualquier institución poderosa.
De ahí que días pasados, en una larga sobremesa, cuando
alguien con maneras de intelectual, me acusó de que la
objetividad no existe en el periodismo, no tuve más remedio
que responderle que si lo que quería es marcar él la línea
editorial pusiera los dineros por delante. Pues yo escribo
en un periódico local. Una pequeña empresa. Y la pequeña
empresa, si se basara siempre en hacer de la libertad de
expresión su banderín de enganche, acabaría comprobando la
soledad y el frío que se siente por decir la verdad. Decir
la verdad, además, es imposible; porque es nefanda o es
inefable. Algo así, creo que dijo María Zambrano.
|