Llevo treinta años viviendo en
esta ciudad. Y nunca he dejado de patearme la calle. De ahí
que la haya vivido intensamente. Y no tengo el menor empacho
en decir que todavía me sigue cautivando. Por lo cual me
echo abajo de la cama todos los días con el único deseo de
pasearla y poder entablar conversaciones con quienes son
asiduos clientes de establecimientos céntricos.
Los lugares de alternes de Ceuta comienzan a dar señales de
crisis. En ellos, a esa hora vaga de mediodía, se nota que
la gente ha decidido irse del trabajo a su casa sin pasar
por los bares a hacer de la hora del aperitivo un monumento
a lo que se llama pegar la hebra. Por lo tanto, trabar
conversación en los bares se ha convertido en un artículo de
lujo. Ya que son pocas las personas que se pueden permitir
beber ese vino pálido y ligero indicado para el copeo y el
aperitivo. Y es que está a punto de acabarse, si no se ha
acabado ya, ese ir de copas, aquí me tomo una y aquí dos,
las que se tercien.
Es martes y decido darme una vuelta por los bares de la
calle Jáudenes, donde mejor puede ahora mismo tomársele el
pulso a la ciudad, y noto que reina en todos ellos la
tristeza correspondiente a la falta de una clientela que les
ha sido fiel hasta hace nada. Una clientela que principia a
medir sus posibilidades económicas porque teme que en
cualquier momento pueda ser víctima de una bajada de sueldo
o de un despido procedente por un ERE canalla.
En los bares, los pocos que aún estamos dispuestos a
enfrentarnos con el peligro de quedarnos más tiesos que una
mojama, charlamos acerca de una crisis económica que está
alentando un odio cerval entre quienes están viviendo ya
bajo mínimos y los que todavía cuentan con una bolsa repleta
de caudales. Reina una irritación que se percibe a cada
paso.
Hoy martes, en uno de los establecimientos de bebidas de la
calle Jáudenes, converso con Ricardo, que me es presentado y
con quien entablo una conversación tan interesante como
placentera. Es la primera vez que nos vemos. Aunque Ricardo
no tiene el menor inconveniente en decirme que lee
diariamente esta columna.
Ricardo lleva en la ciudad poco tiempo. Lo cual no es
obstáculo para que me declare que se enamoró de ella muy
pronto. Y que, desde entonces, no ha dejado de vivirla como
si le quedara nada y menos en ella. Es decir, que se la está
bebiendo a sorbos grandes. Hasta el punto de hacerle el
artículo cada vez que vuelve a su pueblo. Pueblo
perteneciente a la provincia de Cádiz.
Cuando le pregunto que piensa del futuro de esta ciudad, me
dice que nada. “¿Cómo que nada, acaso no hay perspectivas de
proyectos de conjunto?”. “Ninguna”, me contesta. “¿No hay
causas nobles que defender?”. “Honestamente no”, me dice.
Y a mí se me cae el alma al suelo ante unas respuestas que
llegan preñadas de pesimismo. El mismo pesimismo que me
embarga ante la situación que comienza a producirse en la
ciudad. Calles semidesiertas, cuando siempre se
distinguieron por estar repletas de personas ávidas de
disfrutarlas; establecimientos carentes de clientes que,
hasta hace nada, los abarrotaban, y sobre todo una tristeza
infinita en quienes son conscientes de que nuestras vidas
están amenazadas por fuerzas ocultas que tratan por todos
los medios de acabar con la clase media. Se mastica la
tragedia. Ojalá que todo quede en un mal sueño.
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