Mi principio de amistad con
Manolo Abad se truncó un día de hace ya algunos años. El
motivo podría ser achacable a esa forma de ser que solemos
tener los humanos en relación con el amor propio: curioso
animal que puede dormir bajo los golpes más crueles, pero
que se despierta un día herido de muerte por un quítame allá
esas pajas. Sea como fuere, nuestro distanciamiento nunca
hizo que yo perdiera ni un ápice de interés por leer sus
artículos, los de MA; debido a que gozo leyéndolos.
Manolo Abad sabe que, en cuanto he tenido la menor ocasión,
no he dudado en decirle que tendría que prodigarse más en
ese ejercicio de escribir, que tan complicado es, para
satisfacción de cuantos sentimos pasión por lo bien escrito.
Al margen del contenido del texto. Aunque, cuando ambas
cosas consiguen darse la mano de la notabilidad, miel sobre
hojuelas. Y es lo que ha ocurrido con su último artículo,
titulado ‘La estupidez humana’.
En él nos cuenta MA sobre un prelado cordobés a quien lo que
más le preocupa actualmente es que los jóvenes hayan
encontrado en el folgar una apetitosa golosina. Es decir,
que con la que está cayendo, en todos los sentidos, al alto
dignatario eclesiástico sólo se le ha ocurrido mandar a toda
la diócesis una carta pastoral en la cual, además, culpa a
todos los docentes de que la muchachada cordobesa haya dado
en la funesta manía de folgar a calzón quitado.
Manolo Abad, lector de los clásicos desde que tenía pantalón
corto, sabe sobradamente lo que éstos pensaban del placer:
“que lo malo no es que sea pecado, es que es corto”. Y,
claro, no ha tenido más remedio que responderle a
Demetrio Fernández, que así se llama el prelado de
Córdoba que intenta por todos los medios volver a darle
vigencia al pecado de la impureza; “una tradición
eclesiástica, que se remonta a los tiempos de la
Contrarreforma, reduce la moral a la continencia sexual y la
ocultación del cuerpo femenino, vehículo predilecto de
Satanás y causa de todos los males”.
La impureza, según se desprende de la carta pastoral de la
que nos habla MA, parece ser que preocupa al prelado
cordobés. Quien pronto saldrá diciendo que no va a ser fácil
redimir al pueblo pervertido por los malos hábitos que el
socialismo le inculcó. Y es que los hay convencidos de que
es el momento idóneo para meter en cintura a las ovejas
descarriadas y de imponerles penitencia por los pecados
cometidos.
Y a partir de ahí no habría por qué extrañarse que se
volvieran a poner trabas a las fiestas propicias al
desenfreno sexual (carnaval, verbenas, romerías), o bien que
se reformaran de la misma manera que ocurrió en los años
cuarenta del siglo pasado. Los años del miedo. En los que
hasta el baile agarrado sufrió persecución.
He aquí, pues, un párrafo espigado de un sermón de aquellos
tiempos, donde desde el púlpito se arremetía así contra el
baile: “Perniciosísimo arte inventado por el diablo Belial,
gavilla de demonios, estrago de la inocencia, solemnidad del
infierno, tiniebla de varones, infamia de doncellas, alegría
del diablo, y tristeza de los ángeles”.
El baile agarrado es gravemente deshonesto por su propia
naturaleza y por tanto ilícito, o, al menos, ocasión próxima
de pecado, aclaraba el párroco de la época.
Manolo: ¡Dios nos coja confesados!
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