La mañana de este sábado, que es
cuando escribo, me recuerda a aquellas otras que me tocó
vivir a mí en la provincia de Salamanca y en Cuenca. ¡Qué
frío, Dios mío! Exclamación con pareado que me salía del
alma en cuanto ponía el primer pie en la calle.
Bien es verdad que, en aquellos entonces, años sesenta, yo
tenía la edad en la boca y en un amén entraba en calor. Y
hasta conseguí, en un tiempo récord, desabrigarme mucho más
que los naturales de la tierra. Ante el asombro de quienes
creían que yo no era capaz de adaptarme tan bien a las bajas
temperaturas.
Muchas fueron las veces que me vi precisado a decirles a mis
compañeros, nacidos en tierras castellanas y manchegas, que
en Andalucía el extremismo climático existía. Que si en
verano el calor podía llegar a ser asfixiante, en enero y
febrero corría un viento del norte que causaba una
temblequera que para qué.
La primera vez que yo vi nevar fue en Burgos. Y allá que nos
pusimos los tres andaluces que íbamos en la expedición del
equipo de fútbol a jugar con la nieve henchidos de
felicidad. Mientras los viandantes que circulaban cerca de
la catedral nos miraban entre sorprendidos y sonrientes. No
era para menos poder observar a tres muchachos disfrutar de
lo lindo con tan copiosa nevada.
Lo malo llegaría por la tarde. Cuando llegamos al campo de
Zatorre, que así se llamaba el campo del Burgos en los años
cincuenta, y nos encontramos con un vestuario rústico y
donde la humedad era la misma que estamos acostumbrados a
ver en Ceuta en las piedras amarillas que componen las
Murallas Reales.
Y qué decir de León, de Palencia, de Aranda de Duero, de
Béjar, de Valladolid y sobre todo de la localidad de Ciñera,
La Pola de Gordón en León, donde jugaba la Sociedad
Deportiva Hullera Vasco-Leonesa. En este lugar nos pasamos
tres días esperando que la nevada cediera. Para poder jugar
el miércoles el partido suspendido del domingo. Y, dado que
no había sitio para albergarnos, fuimos los jugadores del
Béjar repartidos por casas particulares. Casas que contaban
con estufas que parecían locomotoras de la época.
Todo ello se lo voy relatando al amigo con el cual me he
citado hoy para tomar la copa de la amistad en la calle
Jáudenes, en cuanto ha salido la conversación relacionada
con el viruji que estamos soportando desde hace unos días.
Es una especie de corriente que cala hasta los huesos. Y que
a mí, por ejemplo, me ha hecho ponerme el abrigo que compré
un día en Madrid a fin de evitar que me pille una mala
vuelta del aire gélido en movimiento y me mande al hule del
dolor.
-Claro, dice mi amigo, a tu edad, Manolo, estos
fríos, en cuanto te descuides lo más mínimo, son capaces de
ponerte en tu lugar descanso. Es decir, que, de la noche a
la mañana, te puedes ver fuera de concurso. Y tengo la
completa certeza de que le darías una buena alegría a
quienes no quieren verte ni en pintura. Que no son muchos,
todo hay que decirlo, pero esos pocos pueden presumir de
tener toneladas de mala leche. Así que haces bien
abrigándote.
La respuesta de mi amigo, que no me causa extrañeza alguna,
porque sin ser mala persona tiene la sana (!) costumbre de
expresarse como le sale de los dídimos, me hace mucha
gracia. Tanta gracia como para que terminemos brindando por
todos los que me desean lo peor. Ya que me hacen más fuerte.
¡Qué frío, Dios mío!
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