Años atrás solía venir por Ceuta y
lo primero que me decía es lo siguiente: “Mañana nos iremos
de copichuelas por ahí”. Término solamente empleado por
gente distinguida. Y también por quienes consiguen hacerse
con un medio de vida que les permite sumarse a esa clase
media con ínfulas de grandeza.
Ceutí de nacimiento, afincado en Andalucía, pronto aprendió
las expresiones andaluzas más brillantes y, sobre todo, se
dio cuenta de que unos zapatos sin lustrar echan por tierra
cualquier intento de superación en la tierra de María
Santísima. Por lo que cada mañana, nada más poner los pies
en la calle, se iba directamente al único betunero que
quedaba ya en el centro de Sevilla. Porque mi amigo se había
aprendido de memoria el mensaje de Antonio Burgos:
“Los andaluces de la Bética tenemos la cultura del zapato
limpio”.
Con los zapatos limpios y las cuatros cosas contadas por un
limpiabotas que sabía algo más que latín, mi amigo acudía a
su lugar de trabajo henchido de satisfacción. Vestido de
punta en blanco y convencido de que se admiraba su manera de
mostrarse. Y, por si había alguna duda, ya se encargaba su
empresario de recordar sus valores ante los empleados, como
director general de la cosa, en cuanto se presentaba la
oportunidad.
Rociero convencido, capillita por excelencia, abonado a una
barrera destacada en la Maestranza, y sevillista hasta la
muerte, la vida le sonreía en todos los sentidos. Era un
triunfador. Un hombre nacido para hacer feliz a una mujer de
la que decía estar enamorado perdido. Así, en cuanto se
encartaba, no dudaba en considerarla la protagonista de su
suerte.
Un día, de aquellos años en los que solía arribar a Ceuta,
insistió en lo mismo de otras veces. “Mira, Manolo,
aunque tú me taches de que suelo redoblar el tambor, volveré
a decirte que uno debe casarse con una mujer bella,
inteligente, ambiciosa, femenina, liberada sexualmente. Una
mujer que viva pensando cada día en estar lo más guapa
posible y dispuesta a rendir en el tálamo nupcial. Prohibido
que ella se caliente la sesera con nada”.
Estás hablándome de una mujer egoísta, ¿no? –le pregunté yo.
-Sí, de la mía. Pero su egoísmo sólo tiene consecuencias
favorables para mí. De modo que por muy fastidiosa que te
parezca es, sin duda alguna, lo mejor que me ha podido pasar
en mi vida.
-Pero no me negarás que para tener contenta a tu mujer te es
necesario ganar el dinero adecuado para concederle tantos
caprichos.
-Por supuesto que sí. Faltaría más. Tenerla como una reina
es lo menos que se merece ella. Y para eso ya me basto y me
sobro yo.
El jueves recibí una llamada. Era de mi amigo el ceutí, que
lleva la tira de tiempo residiendo en Sevilla. Acudí al
lugar de la cita dispuesto a oírle otra vez la importancia
que su mujer tiene en su vida. Y antes, antes incluso de
darle el abrazo de precepto y los palmetazos
correspondientes en la espalda, me di cuenta de que tenía
los zapatos sucios. Y me acordé con celeridad de lo que
decía mi amigo El Bigote: “Un hombre con los zapatos
sucios y los tacones gastados, no tiene ni para tabaco”.
Mi amigo me habló de que la mujer lo había abandonado. Pues
se le había acabado el paro y seguía sin encontrar trabajo
para poder tenerla como una reina. La crisis sigue haciendo
estragos.
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