Recibir una sencilla tarjeta de
felicitación por navidad y deseándote una feliz entrada y
salida del año, siempre es de agradecer. Es una bonita
costumbre que, desgraciadamente, con los modernos medios
tecnológicos está desapareciendo. En este caso la
felicitación recibida procede de un antiguo alumno,
residente en una localidad de la Comunidad de Madrid.
Luis Francisco, antiguo alumno del “Convoy”, donde realizó
su completa escolarización, obteniendo su Graduado Escolar,
de la desaparecida E.G.B., reside en la actualidad en San
Martin de la Vega, pueblo como he dicho anteriormente de la
Comunidad de Madrid, ejerciendo como funcionario de Correos.
Me comenta Luis Francisco: “Después de terminar la E.G.B
inicié los estudios de BUP, que tuve que abandonar por
cuestiones laborales, por dos veces. Terminé en el
Bachillerato Nocturno, ya trabajando con contrato en
Correos. Después de varias oposiciones, conseguí ¡Por fin!
una plaza como cartero definitivo. Las oposiciones, aparte
de las dificultades propias de los exámenes, eran con plazas
muy limitadas, que aumentaban con las de promoción internas
libres. Al no sacarse las plazas de Ceuta, tuve que
solicitar traslado al lugar más cercano que, curiosamente,
era Madrid Capital. Después de varios años en el mismo
destino, alternando la función de cartero con otras
actividades como, por ejemplo, trabajar en una fábrica en
los tiempos libres, me trasladé a un pueblo de la Comunidad,
San Martin de la Vega, donde, previamente, me compré una
vivienda.
Conocí a mi mujer en Madrid, el amor de mi vida. Después de
unas cortas relaciones, nos casamos. Mientras, yo habitaba
la vivienda del pueblo, hasta que llegó el momento de
echarnos las bendiciones. Fueron unos momentos muy
emocionantes, como suele ocurrir en estos casos. Después
llegaron nuestros dos hijos, que son la felicidad de nuestro
hogar. Por ellos luchamos para sacarlos adelante. En la
actualidad sigo en el pueblo con mi profesión de cartero”
Su recuerdo me trae a la memoria una problemática situación
ocurrida en el aula, donde se ubicaban los alumnos de 8º A
de la desaparecida E.G.B. El centro era el “Convoy”. Yo
asumía la responsabilidad tutorial y las Áreas de
Matemáticas y Ciencias de la Naturaleza.
Habíamos llegado al final del curso. Aún, teniendo en cuenta
la Evaluación Continua, siempre era aconsejable aplicar una
prueba flexible, que sólo decidía en aquellos casos de
dudas, porque los suspendidos difícilmente la superarían.
La prueba era de Ciencias Naturales. Cuando me puse a
corregirla, en el fin de semana, mi sorpresa fue mayúscula.
¡Todos los alumnos y alumnas consiguieron la calificación un
diez! Bueno, para ser más exactos, uno obtuvo un nueve. ¿Qué
había podido suceder? ¿Un milagro? Copiarse con chuletas
todos, era descartable. Bien cierto era que, el grupo en
general, lo considerábamos de alto rendimiento, sin llegar a
la excelencia, pero que todos obtuvieran sobresalientes, no.
Yo ardía en deseos de que llegara el lunes para poder
descubrir el origen de lo sucedido. Ya en el aula, expuse
detalladamente todo lo ocurrido, observando todos los
gestos, actitudes, comportamientos… del grupo. En tono
distendido, propuse que necesitaba conocer la verdad y que
daba de plazo hasta la una de la tarde (la jornada era de
verano, intensiva) y, en caso contrario, toda la clase
tendía que repetir la prueba. La reacción no se hizo
esperar: un grupo de alumnas, según ellas, estaban
totalmente ajenas a lo sucedido (¿?). Empezaron a protestar
airadamente; algunas lloraban. Abandoné el aula y me
trasladé a otra.
Faltando pocos minutos para que se cumpliera el plazo, un
alumno, Luis Francisco, el “culpable” de esta colaboración,
se presentó como autor del “desaguisado”. En principio no me
aclaró qué método o sistema había utilizado para que el
“éxito” del grupo en la prueba fuese total. Tampoco, de lo
que había ocurrido, yo lo sentía culpable. Su buen hacer, su
extremada bondad e inocencia, lo incapacitaban para cometer
cualquier tipo de conducta irregular. Por lo tanto, las
cosas continuaban igual.
Sí que de inmediato supe cómo se produjeron los hechos: unos
alumnos tuvieron acceso a la habitación que utilizábamos
para la reproducción de las pruebas. El elemento reproductor
era una vieja multicopista, que una vez utilizado el clisé,
éste era depositado en una papelera. Así, que el clisé había
sido “el cuerpo del delito”. Pero, ¿cómo pudieron acceder a
la habitación? Sólo limpiadoras y profesores disponíamos de
llaves para entrar en él, y había que descartar que esas
vías fuesen las que utilizaron para hacerse con el clisé.
Lo que vino a continuación es fácil de adivinar. Hicieron
reproducciones, porque había que utilizar el “principio de
solidaridad”; y fue “coser y cantar” sustituir la prueba que
tenían que realizar por otra que ya venía elaborada de casa,
con la garantía de que estaba bien hecha.
Pero había que descubrir al autor o autores de lo ocurrido y
qué procedimiento utilizaron para acceder a la habitación.
Porque Luis Francisco no había participado en el hipotético
caso de las sustracción de la llave, que era realmente lo
que sucedió. Y fue extraída de mi llavero, en un descuido. E
hicieron varias copias, que fueron distribuidas a los
“representantes de otros grupos”. Hasta tal extremo llegó la
gran preocupación generada, que no tuvimos más remedio que
cambiar la cerradura.
Ya con la promesa de que no tomar ningún tipo de represalia,
sólo la aplicación de una nueva prueba para todos y, ante
tanta presión” salieron los culpables: tres alumnos, que de
haber utilizado el “método” sólo para ellos y “dosificar”
convenientemente las preguntas, quizás hubiesen superado la
prueba. Volvieron los tres en Septiembre, pero ahí quedó el
gesto de Luis Francisco, que quiso significarse como autor
de lo sucedido, viendo que los autores de la “aventura”
permanecían en silencio. Un chico portador de destacados
valores.
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