El metijón y yo quedamos en que
serían los jueves cuando, antes de que él pusiera rumbo a la
península, como suele hacer cada semana, salvo inconveniente
de última hora, se pondría en contacto conmigo. A fin de
poder charlar relajadamente. Incluso acordamos que el mejor
momento para darle a la sinhueso sería a esa hora vaga de
mediodía. Eso sí, me guardé muy bien de prometerle que todas
sus opiniones tendrían cabida en esta columna. Algo que el
metijón no quiere admitir; pues él sigue insistiendo en que
la censura hace ya tiempo que pasó a la historia. Craso
error.
Así que hoy, este personaje, al que la semana pasada le hice
la etopeya en este mismo espacio, se ha puesto hecho un
basilisco al decirle que me resulta imposible ponerle nombre
y apellidos a lo que me ha contado sobre un Fulano muy
conocido en la política local. Y hasta me ha echado en cara
que a mi edad, y con fama ganada de no ser proclive al
acoquinamiento, ahora esté dando muestras visibles de una
jindama que se me nota a la legua.
Y, claro, tras pararle los pies, ya que el metijón se cree
que todo el monte es orégano, no he tenido más remedio que
ponerle al tanto de que censura ha habido siempre en España
y en el mundo… Y que procure comportarse cual es debido. De
lo contrario, no volverá a decir ni pío en este sitio.
-Te pido disculpas, Manolo, ya que reconozco que me
he pasado de la raya. Y todo porque yo creía que la censura
era ya cosa de un pasado franquista, durante la posguerra
española y mucho tiempo después, dice el metijón.
-Bien, acepto tus disculpas; pero me resulta raro que
alguien tan preparado como tú siga creyendo que existe
libertad de expresión en los medios. Porque hay que ser muy,
muy tonto o muy, muy cínico para seguir postulando hoy la
objetividad informativa. La última frase es, para que lo
sepas, de José Vidal Beneyto.
-Me dejas helado, amigo, puesto que yo creía que el mal de
la censura era ya historia de un pasado abominable y del que
es mejor olvidarse.
-Tampoco es tan mala la censura. De verdad, metijón. La
censura es buena porque obliga al escritor a ser más sutil.
Porque todo escritor tiene el deber de ser más listo que sus
censores. Lo cual es algo que se ha repetido hasta la
saciedad. Aunque el mayor disfrute de quien está siempre
expuesto a ser censurado es, sin duda alguna, que la censura
proceda de un censor muy inteligente. De no darse tal
circunstancia, cualquier mutilación del escrito resulta una
herejía que causa a quien escribe una sensación de fiasco y
que puede acabar en un acceso de ira momentáneo.
-¿De qué se puede acordar uno en esos momentos de ira?
-pregunta el metijón.
-Pues podría acordarse, por ejemplo, de lo que Sánchez
Guerra, quien fuera ministro y otras muchas más cosas,
durante el reinado de Alfonso XIII, tenía ordenado a
Luca de Tena: “Antes de tacharme una línea no
publique el artículo”.
-Me has dejado perplejo. Insisto: yo estaba convencido de
que la censura era ya algo perteneciente a los tiempos de
Maricastaña. En fin, Manolo, quisiera saber por qué
Aróstegui, verbigracia, escribe de lo que le apetece y
se lo publican.
-Magnífica pregunta la tuya, metijón. Pero la respuesta
queda para otra ocasión.
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