Si algo tiene el vivir en una
ciudad pequeña, por mucho que ésta tenga tanta importancia
como Ceuta, es que todo se magnífica, todo se infla, todo
cuanto sucede termina por hincharse hasta extremos
insospechados. Hipertrofia que exige gran vitalidad para
seguirle el paso.
Aquí la calle es vital para hacer amistades, perderlas y
volver a recuperarlas. Ceuta es una gran plaza pública; una
especie de ágora donde se habla de todo y hay que saber que
un simple desliz en cualquier conversación puede ser motivo
suficiente para ganarse la inquina de muchas personas. No
olvidemos que en esta tierra prima la endogamia.
Por ello cabe decir, sin miedo a errar, que la vida aquí es
más clara, más larga y más dolorosa que la de las grandes
ciudades. Puesto que la vida en sitios pequeños hace que uno
se sienta vivir…; que es tormento terrible, según dijera
Azorín.
Porque aquí los prejuicios cristalizan con una dureza
extraordinaria, y abundan las pasiones pequeñas. Y con
éstas, normalmente, se dicen muchas más tonterías que ayudan
a encrespar los ánimos y a desatar insidias entre partes.
“La energía humana necesita un escape, un empleo; no puede
estar reprimida”. Y en Ceuta hace presa en las cosas
pequeñas, insignificantes –porque no hay otras-, y las
agranda, las deforma, las multiplica… Es algo que llevo
viviendo desde hace treinta años. Algo que alguien llamó la
hipertrofia de los sucesos. Y de la que no escapa nadie. Y
muchos menos quienes escribimos en periódicos.
A pesar de semejante inconveniencia, quizá porque algo debo
tener de masoquista, a mí lo que más me sedujo de esta
tierra, en su momento, fue, precisamente, sentirme vivo. Por
más que ese sentimiento, tachado de vulgarismo por quienes
huyen de vivir en pueblos o ciudades pequeñas, tenga sus
efectos negativos.
En Ceuta, donde muchos paseamos por sus calles céntricas y
también coincidimos en sus principales establecimientos para
disfrutar de un rato de ocio, cuando un conocido te retira
la palabra o trata de eludir el saludo, es prueba evidente
de que te está acusando de algo que has dicho o hecho y que
a él le ha sentado como un tiro. Y, aunque nadie debe por
ello crearse un problema, sí está obligado a tomar nota para
cuando se presente la ocasión, que suele presentarse, tratar
de saber a qué atenerse.
La mejor ocasión suele darse cuando muchas personas se
reúnen para celebrar algo. Es la mejor situación; sobre todo
cuando la primera copa ha producido ya la desinhibición
correspondiente, para acercarse a los corrillos y disfrutar
de cuanto en ellos acontece. Un juego social que me agrada
sobremanera.
A mí me encanta moverme entre los corros. Para charlar,
divertirme, y tener la oportunidad de hablar con quienes
nunca antes tuve ocasión de hacerlo. Y, de paso, si consigo
deshacer algún entuerto, pues miel sobre hojuelas. En esos
momentos desearía no predicar, no moralizar, no regañar a
nadie. No dar la tabarra. No tratar de vender nada. Pero el
hombre propone y…
En la última velada, de la que ya escribí el domingo pasado,
la suerte me fue propicia. Coincidí con varias personas que
querían hablar conmigo y yo con ellas. Y volví a darme
cuenta de que no hay que gastar una fuerza hercúlea para ser
nada más que normales. Y es que el calor de las palabras
hace milagros. A veces.
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