Un día de hace ya cierto tiempo
Alberto Gallardo me dijo que se encontraba chungo. Ya
será menos…, le dije. Manolo, de verdad, estoy tela
de chungo, respondió él. Y a partir de ese momento me pudo
la preocupación.
Dado que en esa época nos veíamos casi todos los días en un
negocio suyo, procuraba interesarme por su dolencia sin
darle la menor importancia. Con el único fin de que Alberto
no se sintiera más preocupado de lo que ya estaba. Y con
razón, según pude saber cuando me puso al tanto de que
estaba a punto de entrar en el quirófano.
Desde aquel momento, mentiría si no dijera que seguí con
suma atención todo lo concerniente al mal trance por el cual
estaba pasando AG y su familia. Una familia extraordinaria.
Cómo se nota la mano de Luz Marina –mujer de Alberto-
en la formación de sus hijos. Que son tres.
Todos ellos, madre e hijos, pasada la angustia de las
intervenciones y del proceso de recuperación más difícil
afrontado por el cabeza de familia, dieron una lección de
saber estar y de arte -sí, de arte, ¡coño!- en un momento
determinado de la fiesta celebrada en el Parador Hotel La
Muralla, el viernes por la noche.
Una fiesta magnífica, amenizada por “Siempre Así”. Grupo
sevillano, repleto de frescura y alegría, y que nos hizo
vibrar y bailar con rumbas y sevillanas. Una fiesta en la
cual se celebraban los 50 años que ha cumplido mi amigo
Alberto. Y algo más… Y también, cómo no, sirvió para
presentar la Fundación, que con el nombre de Eduardo
Gallardo Salguero, se dedicará a promover ayudas
económicas y asistenciales para mejorar la calidad de vida
de personas dependientes afectadas por la enfermedad de
Alzheimer y demás enfermedades neurodegenerativas.
Todos los amigos de Alberto Gallardo Ramírez respondimos a
su invitación. Así lo reconoció él cuando nos dio las
gracias por nuestra presencia. Una presencia con la cual
quisimos mostrarle nuestra satisfacción por verle con ese
color en la cara que solamente puede ser causa de salud y de
enorme alegría por saberse tan bien acompañado en una noche
que era especial para él y para todos los suyos. Y a fe que
mereció la pena.
No faltó nadie. Estábamos, como Alberto repitió tres veces,
los que teníamos que estar. Y hasta Conchita Íñiguez
-acompañada por su marido, Pedro Gordillo-, superando
sus molestias físicas, no dudó en aguantar el tipo como Dios
manda. He aquí a una mujer valiente, y a la que le he ido
teniendo ley a medida que la he ido tratando. Y ojalá que
ese trato pueda durar todo el tiempo del mundo.
En fin, volviendo a la fiesta. Estoy en la obligación de
decirles a cuantos por causas mayores no pudieron asistir, y
justificaron su ausencia, que lamento que se la perdieran.
De verdad de la buena. Pues en ella hubo alegría a raudales.
Y todo transcurrió como deseban los anfitriones. A quienes
no hay más remedio que felicitar. Y, desde luego, conviene
cumplir con lo que el acto requería: ayudar en la medida de
lo posible a la Fundación con nombre ya reseñado.
Y como lo que bien empieza bien acaba, durante la fiesta
tuve la oportunidad de pegar la hebra con José Antonio
Alarcón. Y no tengo el menor inconveniente en resaltar que
nuestra conversación fue irreprochable. Pues nos dijimos lo
que cabía decirnos. O sea.
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