Lejos queda ya aquella derrota que
le inflingió José Luis Rodríguez Zapatero a
Mariano Rajoy y que propició una división duradera en la
calle Génova. Derrota en unas elecciones generales que
estuvo a punto de llevarse por delante al candidato
designado a dedo por José María Aznar. Cuya vuelta al
primer lugar del partido, allá en 2005, pedían determinadas
fuerzas económicas, religiosas y manipuladoras de la derecha
más conservadora.
Entonces, y durante mucho tiempo, el hijo pródigo se dejó
querer. Mostrando en todas sus comparecencias una enorme
satisfacción ante cuantos pedían su regreso a la
presidencia. De modo que iba y venía por el mundo negando
semejante posibilidad aunque luciendo por debajo de su
bigotito una sonrisa de tipo que había llegado a creerse que
era merecedor de todos los ditirambos que sus adeptos le
dedicaban.
Fueron años terribles para Mariano Rajoy. Ese hombre que
fuma puros habanos, que tiene buen saque, y como buen
gallego, encierra detrás de una sonrisa conejil, por lo
indefinida, vagas intenciones que uno nunca sabrá adónde le
quieren llevar. Lo de sonrisa conejil se lo he plagiado a
Labordeta.
Eso sí, Mariano Rajoy supo mantener la calma en medio de
aquella ira que se había suscitado contra él por no haber
podido derrotar a un candidato socialista que apenas era
conocido. Alguien surgido de la nada y que con una sonrisa
beatifica y unos ademanes nerviosos y casi pintorescos, supo
ganarse la voluntad de los españoles en menos que canta un
gallo.
Mariano Rajoy se dio cuenta muy pronto de que estaba metido
en un berenjenal. Y decidió que lo mejor era seguir hablando
poco y con certeza. Y, sobre todo, comenzó cuanto antes a
buscar entre los suyos a quienes fueran capaces de
profesarle lealtad a raudales. Y los halló.
Uno de los mejores aliados fue Javier Arenas. Miembro
de un partido en el cual se distingue por ser capaz de tener
siempre una frase amable para propios y extraños. También
supo ganarse el afecto de Miguel Arias Cañete:
terraniente andaluz que es capaz de ganarse la confianza del
mismísimo Alfonso Guerra. Que ya es un mérito. Le
volvió a dar vida a Celia Villalobos: un espectáculo
de mujer a la que hay tomarla más en broma que en serio. Y
que muy bien podría haber destacado cual humorista. De
habérselo propuesto. Y así sucesivamente fue cautivando a
pesos fuertes del partido como Gallardón, Sáenz de
Santamaría, María Dolores de Cospedal, etc.
Y todo ello lo hizo Rajoy porque no tiene un pelo de tonto.
Y porque se me antoja que su laconismo le ayuda a no
comprometerse con quienes no debe. Es el presidente del
Gobierno un tipo curioso que ha sabido derrochar paciencia a
raudales y, sobre todo, ha sido capaz de retorcerle el
cuello a su amor propio. Puesto que motivos suficientes tuvo
para acordarse de todos los muertos de Aznar en algunos
momentos. Uno de esos momentos, sin duda alguna, fue cuando
le salió respondón un personaje llamado Gustavo Manuel de
Arístegui y San Román. Que llegó a creerse que
era el hombre designado por Aznar para acabar con Rajoy. Y
el actual presidente del Gobierno supo aguantar el tirón. De
Arístegui, que a veces vino a Ceuta luciendo aires de
grandeza, es ahora militante de base del partido. Y tengo
entendido que lleva el castigo con resignación.
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