Quien escribe no escoge sus temas,
son los temas quienes le escogen. Es lo que me ocurre a mí
con las fiestas navideñas, cuando ya están a punto de ser
historia de un tiempo donde los sinvergüenzas han dado en la
manía de hablar de ética a la par que los pobres van
aumentando sin cesar. Los sinvergüenzas, que no son pocos y
que enciman manejan a los políticos, hablan de hacer un
programa contra la pobreza, cuando debieran de hacerlo
contra los ricos.
A lo que iba, al asunto de las fiestas navideñas. Las que
estoy pasando, como todos los años, desde hace ya la tira de
ellos, haciendo lo de siempre: es decir, llevando una vida
acorde con mis gustos y deberes. Para el catolicismo la
Navidad no sólo es un día de fiesta, sino una temporada de
fiestas. La cual, a ciertas edades, supone una carga pesada
si no se sabe darle un regate a los excesos.
Durante los días pasados, he recibido llamadas de personas
que han querido felicitarme las fiestas y que han
aprovechado el teléfono para preguntarme de qué modo las iba
a vivir. Y a todas ellas les dije lo mismo: procuraré cenar
a la misma hora de siempre e irme a la cama como de
costumbre. Vamos, que a las once de la noche, salvo
excepción por entretenimiento o contratiempo, yo estaré
metido ya en la piltra. Dormido, además, como un lirón.
Pero el hombre propone y… las nuevas tradiciones disponen.
Pues no contaba yo, ni por asomo, que la moda de tirar
cohetes se haya impuesto en una España donde, precisamente,
no está la cosa para permitirse esas licencias. El primer
cohete de la noche del día 24 del mes recientemente pasado,
sonó en mi dormitorio como una bomba. Y a partir de ese
instante, y hasta el toque del alba, mi barrio parecía una
fiesta fallera. ¡Qué horror!
Salí al balcón, sobresaltado, mientras se oían ladridos y
lamentos de animales por doquier, asustados de los
petardazos que no cesaban. Los enfermos, que los había y que
los sigue habiendo, se revolvían inquietos en el lecho del
dolor. Pero a los amantes de la pirotecnia les daba igual.
Era Nochebuena y había que hacerse notar con ruidos
estruendosos. Cuán lejos quedaban ya las panderetas, las
matracas y las botellas de anís del Mono para servir de
compás a los villancicos.
Pasada la Nochebuena, y tras pasar la noche in albis, debido
a los rellenos de explosivos que provocan detonaciones y que
según su potencia pone a la gente al borde un ataque de
nervios, creí que todo había acabado. Que, al fin, íbamos a
poder dormir. Pero que si quieres arroz, Catalina. En la
noche de Navidad se multiplicaron las detonaciones de
cohetes y petardos.
Y, claro, decidí salir a la calle para saber lo que estaba
ocurriendo. Y pude ver a jóvenes ocupando espacios de calles
poco iluminadas y prestos a cada paso a hacer uso y abuso de
cohetes y petardos. Ejercicio que iba acompañado de esa
satisfacción que produce saber que se está atentando contra
las normas cívicas. Pero pronto caí en la cuenta de que
también los cohetes se lanzaban desde azoteas ocupadas por
adultos que disfrutaban de la pirotecnia en compañía de sus
hijos.
Hoy, martes, cuando escribo, me dicen que en la plaza de los
Reyes ocurría lo mismo que en Zurrón, en Villajovita y en
otros muchos barrios. Ante la mirada complaciente de las
autoridades.
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