Tenía 24 años y era su segundo intento de entrar como
inmigrante ilegal en Ceuta, después de haber sido deportado
en la primera ocasión. Sorprendía su pasmosa serenidad. El
joven argelino sostuvo, sin un atisbo de duda, su mirada al
periodista. Su calma parecía incomprensible como parecen, en
los primeros contactos con la inmigración, los rostros de
felicidad de los subsaharianos, incluso cuando están siendo
interceptados por los agentes. Pasaban las diez de la noche
cuando Cruz Roja y agentes de la Guardia Civil avistaron al
joven que intentaba cruzar a nado la frontera del Tarajal.
Entrar en España es el primer objetivo del inmigrante y
aunque sea ‘pillado’ en ese intento, pisar Ceuta ya es la
primera victoria. Nada de la agitación ni de las imágenes
que se traen preconcebidas de la península. Ni tampoco
historias de pateras. La inmigración en Ceuta hace menos
ruido.
Aquel argelino se había lanzado al mar tras ponerse un traje
de neopreno. Dentro escondía un teléfono móvil y dinero.
También, pegado a su cuerpo, envueltos en un plástico para
protegerlos del agua, unos pantalones, una camiseta y un
jersey. El chico fue rescatado en mitad del mar por una
embarcación y trasladado hasta el puerto deportivo. El
procedimiento, el habitual: atenderle si presenta síntomas
de hipotermia, trasladarlo a la comisaría de la Policía
Nacional, competente en materia de Extranjería, para tomarle
la filiación antes de enviarlo al CETI. En el Centro de
Estancia Temporal de Inmigrantes permanecerá acogido hasta
que sea repatriado o, si se le considera vulnerable
–aquellos que por razones políticas, religiosas, sociales,
de salud o de arraigo evitarán no ser devueltos a su país–,
enviarlo a la península.
Aquel goteo de inmigrantes ilegales con trajes de neopreno
que, aupado por un invierno que parecía primavera, se
perfilaba desde enero del año pasado, fue desembocando en
entradas cada vez más masivas. No faltaban las alusiones a
un lejano 2005 que para algunos seguía estando muy presente.
Aquel año, Ceuta y Melilla se convirtieron en objetivos del
interés mundial cuando, en varias avalanchas, medio millar
de inmigrantes pretendieron entrar en las ciudades autónomas
españolas en el norte de África saltando la valla que fija
la frontera con Marruecos. Las acometidas se saldaron con
varios muertos –se contabilizaron trece muertos, aunque las
cifras reales nunca llegaron a concretarse– y centenares de
heridos. En Ceuta y Mellilla se refieren a aquellos hechos
como un hito: un antes y un después en la historia de la
inmigración. La consecuencia directa fue, además, la
ampliación de la altura de la valla, de los tres metros que
medía entonces a seis metros.
La imagen reduccionista, externa y novata de quien cubre
temas de inmigración por primera vez no tarda en chocar con
el complicado entramado que acarrea cada una de las
historias de inmigrantes que se cruzan en Ceuta con la vida
cotidiana de los ciudadanos. La inmigración no es ajena al
transcurrir diario de una ciudad de 80.000 habitantes en la
que unos 700 subsaharianos deambulan por el centro de la
ciudad buscando la manera de entretenerse y pasar los días
en una sucesión de horas sin futuro claro. Al interpelarlos,
algunos se sinceran con la esperanza de que sus palabras
propicien que se arreglen sus papeles. Otros callan, no sólo
por la torre de Babel que dificulta la comunicación, sino
porque están convencidos de que salir en los periódicos
puede perjudicarles.
Kassil Jonas, sin embargo, estaba convencido de que aparecer
en los medios de comunicación podía ser útil. Entregó una
carta en EL PUEBLO explicando su situación. Marfileño, en su
país aprendió algo de español. Compaginaba sus estudios de
Derecho con la instalación de softwares en los ordenadores
hasta que comenzó la guerra que enfrentaba a los militares
del presidente Laurent Gbagbo contra los de su homólogo
Alassane Outtara. Salió de Costa de Marfil el 14 de febrero,
cruzó Malí y Argelia aupándose en camiones. Buscaba refugio
político en Europa. Le cobraron cincuenta euros por el traje
de neopreno. Se lanzó al mar por la playa de Beliones. En el
CETI, los inmigrantes disponen de techo y comida, pero para
ganarse algunos euros –y, principalmente, mantener ocupadas
unas horas que se ralentizan– se dedican a aparcar coches, a
llevar bolsas de la compra, ayudar en la iglesia o pedir en
las puertas de los supermercados. No les gusta la vida en el
CETI. Kassil Jonas, de 24 años, se pregunta, en su carta,
por “los derechos” y por “la libertad”. “España está en
nosotros”, concluye.
Aniangouseeynou tiene 25 años, es de Guinea Ecuatorial y
sueña con ir a Bilbao. Youca Diallo, de idéntica edad y
procedencia, con viajar a Barcelona. Muchos muestran las
heridas de guerra, las que se hicieron al entrar a nado.
Otros enseñan los moratones de sus intentos fallidos de
escapar de la ciudad autónoma con destino a la península.
Ceuta es una esperanza, pero también, lamentan, una cárcel.
El director del CETI, Carlos Bengoechea, apuntaba a este
medio a finales de año su intención de reducir la ocupación
a cifras “normales”: de 650 a 500. Las instalaciones se
habilitaron para 512 inquilinos. En el año que acaba de
terminar ha habido muchas entradas masivas de
indocumentados. Pero las estimaciones halagüeñas, que
contaban con más camas libres en el CETI a partir de 2012,
volvieron a truncarse el 12 de diciembre. Un total de 68
inmigrantes entraron a nado por el perímetro costero que
baña los dos litorales: 49 nadadores llegaron a la playa del
Tarajal, y los 19 restantes fueron ‘pescados’ a medio
centenar de metros de la costa por el Servicio Marítimo de
la Guardia Civil. Además, otros 52 habían sido interceptados
por la mejanía (fuerzas policiales marroquíes) antes de
alcanzar España.
La entrada de los 68 inmigrantes coincidió con la detención
de veinte residentes del CETI para trasladarlos a la
península y deportarlos. Mientras recogen sus pertenencias
para prepararse a ser devueltos a sus países de origen, ya
están tramando cómo y cuándo emprenderán una nueva
tentativa. Así lo explicaba uno de ellos, Hambiga Xalu,
guineano de 18 años: cuando llegue a Guinea Conakry saludará
a sus dos hermanos pequeños antes de volver a recorrer el
mismo trayecto que completó hace cuatro meses: Malí,
Argelia, Marruecos y Ceuta.
John Michael Tekuitche, un camerunés de 21 años, a pesar de
estar esposado y dentro del furgón policial, aseguraba que
estaba feliz porque al fin le enviaban a la península.
“Llevaba un año y dos meses en el CETI pero nunca perdí las
esperanzas”, explicaba como si realmente no conociera la
realidad: la de un viaje forzado a la península para su
posterior deportación.
Aún volvería a repetirse la situación antes de concluir el
año. El pasado 22 de diciembre, otros 57 inmigrantes se
lanzaron al agua a la carrera por el Tarajal. Con una
peculiaridad: se trataba de la primera avalancha nocturna.
Hasta entonces los subsaharianos habían concentrado sus
intentos a primeras horas del día. Como ya adelantó EL
PUEBLO, el año termina con más de 1.300 entradas de
inmigrantes frente a unas 330 en 2010.
Buscan trabajo, seguridad, esperanza. Algo que la mayoría no
tiene en sus países de origen. El 21 de enero de este año,
seis inmigrantes fueron rescatados del mar por la Guardia
Civil en plena madrugada; otros tantos, por Cruz Roja.
Cuadros de hipotermia y encontronazo con la realidad. En
menos de tres semanas del todavía recién estrenado 2011, ya
habían entrado en Ceuta 45 inmigrantes: 38 subsaharianos y 7
argelinos. Despuntaba la utilización de pequeños botes
hinchables que confirmaban la sospecha de que no pretendían
cruzar el Estrecho sino alcanzar Ceuta.
Con la llegada del buen tiempo empezaron a producirse
entradas masivas en la costa ceutí, preámbulo de lo que
acontecería en verano. Los asaltos aumentaban por la bahía
sur mientras que Benzú, en la parte norte, permanecía
tranquilo. El 7 de julio entraron de una tirada 27
subsaharianos mientras que una veintena fueron detenidos por
las fuerzas de seguridad del país vecino. El papel de
Marruecos comenzó a cobrar más relevancia, pero la tensión
entre los dos lados de la frontera se agravó cuando los
marroquíes vetaron la entrada de fuerzas españolas en sus
aguas jurisdiccionales. A mediados de agosto, la actuación
de las fuerzas marroquíes frenó la entrada de casi 90
inmigrantes. La patrullera de la Marina Real marroquí,
apostada en la línea fronteriza, permanecía en estado de
alerta, sobre todo a la hora de la ruptura del ayuno del
Ramadán, momento que los subsaharianos aprovechaban para
tirarse al agua. También la Gendarmería marroquí se empleó a
fondo en tierra para atajar cualquier intento de alcanzar la
orilla para salvar a nado la distancia con Ceuta.
A mediados de verano habían alcanzado Ceuta un total de 652
inmigrantes frente a los 330 que entraron a lo largo de
2010. Para entonces, el número de residentes en el CETI ya
alcanzaba casi los 750 inmigrantes, fruto de lo que los
expertos suelen calificar de efecto llamada: los que
conseguían alcanzar Ceuta comunicaban a los que aguardan
cómo era el operativo de acogida. El modus operandi
organizado por las mafias de la inmigración. La situación
obligó a los responsables del CETI a habilitar más camas y
espacios en el centro.
Intentos de huida
Ceuta no es más que una plaza de paso, un trampolín para
alcanzar la península antes de ser detenidos y poder sortear
así la deportación. A menudo, la imaginación gana la partida
al miedo. 2011 ha estado marcado por los constantes intentos
de fuga de inmigrantes escondidos entre las basuras que
trasladaban los camiones de la Planta de Residuos o
agazapados en los bajos de los vehículos. La Guardia Civil
decidió vigilar de forma permanente el Monte Hacho para
evitar que los inmigrantes pudieran acercarse a los camiones
de basura. A la planta de Urbaser se le suma el puerto como
otra vía de escape.
Los intentos de huida implican otro problema: la
proliferación de campamentos en el monte. Algunos
inmigrantes se escapan del CETI con la intención de dormir a
la intemperie, a la espera de la huida perfecta. No quieren
dar sus nombres, llamémoslos Juan y Pedro. Se conocieron
durante su primera estancia en Ceuta. Ambos fueron
deportados y ambos han logrado regresar a España. La
detención en el CETI y la posterior repatriación no les dejó
un buen sabor de boca, así que en esta ocasión han optado
por pasar las noches en el monte protegidos del relente con
bolsas de plástico. Juan nació en Somalia, un país donde la
mitad de la población está afectada por la hambruna. Allí
dejó cinco hermanos. La primera vez que llegó a Ceuta fue el
23 de mayo de 2007. Lo hizo cruzando la frontera desde
Marruecos escondido debajo de un coche. Estuvo dos años en
el CETI aguardando unos documentos que nunca llegaron. El 17
de julio de 2009 le deportaron. Sólo que hubo un error: se
equivocaron de país y lo mandaron a Nigeria. “Y yo me
preguntaba: ¿Qué hago en Nigeria que está igual de mal que
Somalia pero además no conozco a nadie?”, explica el joven,
de 26 años. En aquel país, un policía lo ayudó llevándolo a
una iglesia en la que, durante seis meses, le dieron
alimento y cobijo. Después emprendió, de nuevo, camino a
Ceuta. Tardó seis meses en llegar a Marruecos. No logró
trabajo en el país vecino. Durmió en la calle, en autobuses
y hasta en una casa donde entre cuatro inmigrantes pagaban
setenta euros. No era fácil conseguirlos y en la mayoría de
las ocasiones tuvo que conformarse con la caridad,
alimentándose de galletas y leche. Decidió entonces cruzar.
Entró a nado, por Beliones. Es cristiano y en una de las
iglesias de Ceuta ha encontrado ayuda en varias ocasiones.
Así que, como hizo durante su primera estancia, para ganarse
algo de dinero vigila y limpia el templo Nuestra Señora de
África. Como no hablan español, el temor por una nueva
deportación aumenta.
Ceuta es una ciudad excelente para aparcar prejuicios.
Observar desde primera línea los problemas que acarrea la
inmigración es un atractivo periodístico, pero también una
responsabilidad: la de tratar de encontrar qué hay detrás de
las cifras.
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