No me ha tocado la lotería. Así
llevo desde que tengo uso de razón. Nunca desde entonces
obtuve ni tan siquiera el reintegro. Hubo una época en la
cual compraba lotería navideña y la regalaba entre mis más
allegados para ver si era yo quien carecía de buena suerte.
Pero tampoco logré darme la satisfacción de hacer felices a
los que quería.
Debo decir que también intenté acertar una quiniela de
catorce. Pero que si quieres arroz, Catalina. Lo máximo que
conseguí fue hacer una de doce aciertos y creo que recibí
quinientas pesetas. Y lo peor es que nunca pude consolarme
jugando a juegos donde pudiera permitirme el lujo de hacer
modestas trampas con el fin de sentirme ganador. Me lo
impedía mi forma de ser.
Esa forma de ser de la que un amigo me decía que iba a ser
mi ruina. Puesto que él no entendía que ni siquiera fuera
capaz de llevarme una caja de lápices de la oficina
americana donde yo trabajé un tiempo. Eran unos lápices tan
buenos como para que no los fabricaran en la España de aquel
tiempo. Y, por tanto, estaban rifados.
Para meter la mano en caja ajena hay que valer. Y conviene,
además, curtirse desde pequeño en sitio con aires de Patio
de Monipodio. Que los hay. Claro que los hay. Aunque, todo
hay que decirlo, las enseñanzas suelen estar a cargo de
profesores muy reputados. Tipos que hablan con gran
propiedad y que se conocen al dedillo la forma de delinquir
sin dejar apenas rastro.
El problema es, como siempre me dijo mi amigo el marqués de
Cotogrande, que los alumnos que llegan ya talluditos a
aprender de qué manera pueden llenar la bolsa a costa de
engañar al prójimo, suelen ser unos profesionales del
trinque que acaban siendo cogidos con las manos en la masa.
Para ser ladrón, o sea, ladrón de guante blanco, hay que
empezar a estudiar la carrera en cuanto uno puede andar sin
necesidad de ayuda. Es el momento preciso para ir a esos
centros de estudios privilegiados donde los profesores
hablan de operaciones y de cifras astronómicas como si tal
cosa. Y, desde luego, han de ser expertos en comunicaciones
y contar con un corazón de oro para hacer posible que todos
los dineros del trinque vayan a parar a una organización sin
ánimo de lucro.
No se recomienda, pues, por parte de los tecnócratas del
patio del Monipodio, la entrada de alumnos ya crecidos. Muy
crecidos. Es decir, no es recomendable admitir solicitudes
de treintañeros. Ya que existe un estudio al respecto: todos
acaban cagándola. Aunque lleguen con el mejor historial y
acorazados por todos los sitios.
Ayer he llamado a mi amigo el marqués de Cotogrande a fin de
que me explique, si a bien lo tiene, si el yerno del Rey ha
metido la pata hasta el corvejón por tratar de mangar. Y el
marqués de Cotogrande, que no se casa con nadie, me ha dicho
que no. Que el gran fallo de Urdangarin ha sido confiar
ciegamente en un profesor de patio de Monipodio que al
disfrutar de unas ganancias nunca concebidas se puso a hacer
ostentaciones al estilo de Onasis.
Y es que el marqués sigue empecinado en defender a
Urdangarin. Y me pone al tanto de que el yerno del Rey
tenía por costumbre gastar poco. Ejemplo: dice el marqués de
Cotogrande que un día coincidió con Urdangarin en un bar de
la Costa Brava y éste le dijo que pagara la consumición para
no generar sospechas.
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