Observar lo que ocurre en la
ciudad de los 19 kilómetros cuadrados con más de 1.500
agentes de las fuerzas y cuerpos de seguridad, la que
mantiene una densidad o ratio Policía/ciudadano más alta de
España, es absolutamente descorazonador. Sobre todo si, en
lugar de descender el vandalismo callejero y la pequeña
delincuencia, ésta se eleva a niveles insoportables para el
ciudadano de bien que asiste impotente y pasmado a una
escalada de inseguridad en la ciudad que no parece tener
remedio.
Acciones de ‘Kaleborroka’ en El Príncipe; atracos y pequeños
robos en barrios de las afueras y del centro; vehículos
quemados, contendores incendiados y vecinos que critican a
la Policía por cómo actúan de modo indiscriminado, según
dicen, sin realizar una labor ‘quirúrgica’, aunque nunca
señalen quiénes son los alborotadores pese a que sin duda
los conocen. La situación es de armas tomar.
El silencio protege a los malos en un barrio que se encierra
en sus laberínticas calles en las que se mueve y almacenan
drogas y armas sin que, hasta ahora, se haya conocido acción
policial exitosa al respecto. Los ciudadanos comienzan a
repetir lo de que “la calle está muy mal” y cuando eso
ocurre es que algo hay. Esa percepción subjetiva, que dicen
los técnicos, está muy extendida y los técnicos, además de
escudarse en la ‘subjetividad’ de las percepciones deberían
analizar por qué ocurre tal cosa cuando en realidad hay más
policías por metro cuadrado que en ningún lugar de nuestro
país.
El próximo delegado del Gobierno tendrá que lidiar con una
situación que heredará complicada, extremadamente
complicada, porque actualmente ni los vecinos que saben
quiénes son los gamberros, vándalos y delincuentes no los
señalan, ni la Policía logra detenerlos. Es la Ley sin ley,
y sin que nadie ponga remedio a semejante desaguisado
social, con la activa participación añadida del amarillismo
en forma de vetusto tabloide.
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