La canción dice, y con razón, “que
algo se rompe en el alma cuando un amigo se va”. Imagínense,
cómo se quedará el alma cuando son dos amigos, a los que uno
le tiene ley de la buena, los que han dejado de estar con
nosotros, quizás para irse a un mundo mejor. Un mundo donde
no existe ni la envidia ni la maldad.
Dos amigos entrañables que han dejado huella en esta tierra,
su tierra, a su paso por la misma a los que, sin duda
alguna, mi generación y alguna generación posterior
recordaran con cariño por ser, ambos dos, gente de bien.
En San Amaro las flores estarán llorando por la perdida del
más grande de sus defensores, Antonio Gil. Ya no está en
aquel lugar la jaula de pájaros de mil colores que había
cerca de la casa del guarda. Porque de existir, seguro que
todos ellos dejarían sus trino de alegría, para convertirlos
en trinos de tristeza ante la perdida del “Niño de San
Amaro”, que es como se le conocía en el mundo del flanco, y
que tan orgulloso estaba él de ese nombre.
Antonio Gil, mí amigo del alma, de profesión bombero, Una
profesión que adoraba y a la que se entregó en cuerpo y
alma, adoraba las flores, a la que trataba con mimo. Con el
mismo mimo y grandeza con el que lanzaba sus cantes al aire,
recordando a Pepe Marchena. Su ídolo en el difícil mundo del
flamenco.
Su voz se ha callado, pero seguro que allá en el cielo,
donde van los hombres de bien, se habrá encontrado a su
admirado Pepe Marchena y ambos estarán lanzando al aire sus
canciones. Descansa en paz, amigo del alma.
Mí otro amigo, que nos ha dejado, Manolo Sánchez, lo conocí
hace muchos años, pero nunca pensé que durante años sería mi
vecino. Y aquella admiración que en mí época de juventud
sentí por él, se convirtiera en auténtico cariño, al hombre
que hizo feliz, llenando de un aroma sin igual el Paseo de
Las Palmeras.
Cierro los ojos, por unos instantes, y veo su figura sentado
en su banquito, con su perol por delante, preparando sus
garrapiñadas, mientras los jóvenes de aquella generación,
paseábamos por el paseo.
Unos persiguiendo y dejándose ver, por aquella niña por la
que bebía los vientos y otros agarrados de la mano de su
amor, pero todos con parada obligatoria, ante Manolo, para
comprarle su paquete de garrapiñadas.
Manolo era de profesión policía municipal, pero había que
agarrarse a la vida, para llevar algo a la casa, y él
decidido de inundar de aroma todo el Paseo de Las Palmeras.
Cosa que aquella juventud agradecía, pues el olor de sus
garrapiñadas, hacían soñar con un paseo idílico,
transportándote su aroma a un mundo de ensueño.
En cierta ocasión le pregunté. Cual era el secreto de aquel
famoso olor de sus garrapiñadas, y el bueno de Manolo, no
tuvo inconveniente de aclararme su secreto, consistía el
asunto, en echarle una cucharadita de vainilla al perol.
Dos amigos se han marchado, pero ambos han dejado huella en
esta tierra. Seguro que la encontrarse, allá en el cielo, al
cante de uno de ellos, se le habrá unido el aroma
inconfundible que el otro le proporcionaba. Descansen en
paz, mis dos grandes amigos.
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