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OPINIÓN - DOMINGO, 27 DE NOVIEMBRE DE 2011

 
OPINIÓN

Palabras y protestaciones

Por Alejandro Sanz Peinado (crítico de arte)


Obvio es decirlo pero las cosas no son verdaderas ni falsas; simplemente son. Están ahí, frente a nosotros. Decía Gertrude Jekill, a propósito de las flores, que “el primer deber de una dalia en su vida es lucir su belleza y fanfarronear”. Eso mismo. Las cosas son y, porque son, comparecen con sus atributos, fanfarroneando. Y ahí está el asunto: cómo dar con palabras de verdad que nombren las cosas como son en un momento en que la verdad ha sido desplazada por el consenso y a las bonitas palabras le siguen bonitas mentiras, y víctimas y verdugos se nos presentan indistintamente en este teatrillo en que hemos convertido todo. El consenso, ya está dicho, lo primero; y que nadie se haga mala sangre en estos días de gloria y felicidad completa. Por eso todo es confusión y aturdimiento y lo que antes se llamaba Leviatán y tenía todas las mañas de un monstruo devorador, pues devoraba y devora, quizás ahora sea sólo un manso cetáceo azul, tierna y hermosa imagen del consenso. Y la realidad se pinta enmascarada con ventanas falsas –los trompe l’œil que decía Pascal– o como simulacro, o entreverada con algún fingimiento y disfraz, ens fictum al cabo. Y el lenguaje es manoseado y corrompido para engañar al ojo, y al discernimiento propiamente, pues ha dejado ya de transparentar la realidad y de ser servido en su verdad y su hermosura.

Y otro tanto ocurre con lo que llaman democracia avanzada o, por mejor decir, utopía. Muy hermosa palabra también, tan hermosa y rutilante, y tan avanzada, que en su nombre se han instalado los más grandes mataderos de nuestro tiempo y las carnicerías más pavorosas. Porque –en lo que se me alcanza– tanto la máquina de roturar seres humanos perfeccionada por el nacionalsocialismo alemán como la diversificada y criminal red de campos de educación socialista e ingeniería social del padrecito Stalin fueron levantadas y debidamente engrasadas en nombre de la santa utopía, portadora de maravillosas pretensiones con que redimir a los seres humanos de las servidumbres y demonios del pasado y edificar un hombre nuevo.

Aunque, bien mirado el asunto, uno se queda bastante pasmado al comprobar cómo, tras tantas aniquilaciones y demoliciones, y masticamientos sin cuento, los nuevos inquilinos de la modernidad han venido a comportarse como esas ocas salvajes de las que habla Sören Kierkegaard en su relato, las cuales descendieron, “llenas de ternura”, al corral de las ocas domésticas con el fin de enseñar a estas a levantar el vuelo y proseguir “la gran migración”. Pero las ocas salvajes se quedaron finalmente en el corral, tan a gustito se quedaron, qué cosas, las mismas que habían venido con sus trompetas a anunciar a sus hermanas amaestradas el final de su resignado y manso pasar prometiendo cielos nuevos y lunas nuevas, y vuelos maravillosos.

El lenguaje es el mapa del mundo, lo es, y los límites de aquel delimitan el territorio de este del mismo modo que, como repetía Wittgenstein, una taza de té sólo puede contener un volumen determinado y nunca un litro. Por eso es cosa de mucho apremio volver a las palabras esenciales que nos saquen de esta pesadilla de logomaquias y naderías y nombren el mundo verdadero. Métanse eso en la cabeza. Y, con ellas, redescubrir la radicalidad y el grosor del humano vivir, que es de una alegría trastornadora. Y, al paso, volveremos a educar de nuevo nuestro ojo pues, detrás de esos juegos de salón y mentiras bonitas, es fácil notar que en el trastero de la modernidad ya no caben los muertos. Y entonces tendremos que doblar la rodilla y volver la mirada a los desgraciados y menesterosos que pasan al lado, pero mirarlos desde abajo –desde abajo–; tendremos que tornar al territorio del silencio, con sus voces tan habladoras sin embargo, cuidarnos del muladar político y cultural que todo lo invade y desfigura, hacer protestación contra la muerte, que no tiene la última palabra, y notar que al reconocernos en el rostro de nuestro prójimo –“je est un autre”, dirá Rimbaud– nos hacemos dignos de ser hombres, que es nuestra gloria y la libertad más alta.

Y sólo entonces daremos espesor a la vida y haremos buena filosofía que, como se dice en el Fedón, no es otra cosa que “prepararse a la muerte y al morir”, cosa que también creía Eurípides y monsieur Montaigne. Y Elías Canetti que habla de la muerte como un factum que todo lo vuelca y desordena, un poder tan definitivo que, si lo aceptamos, perderemos también la batalla de la vida al quedar al albur de la brutalidad de la violencia y el poder. Pues aunque sabemos que no podremos nunca escapar de la celada de la muerte, nunca la reconoceremos su imperio ni su obra. Nunca. Y por eso, ya está dicho, no le concederemos la última palabra, que a eso los cristianos lo llamamos la resurrección de la carne, es decir, la esperanza en la reconstrucción de nuestro yo, una esperanza que toma su asiento en una palabra poderosa –antigua y lejana, claro– pero llena de amor.
 

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