Vivía yo en una planta de un
edificio céntrico cuyo alquiler me costaba un ojo de la
cara. Enfrente de mi piso vivía una señora de Ceuta de toda
la vida. De esas que suelen presumir de haber sido paridas
en esta tierra por la gracia de Dios. Y que blasonan a cada
paso de la importancia de haber venido al mundo en esta
tierra.
Bien pronto congeniamos y como buenos vecinos aprovechábamos
cualquier encuentro en el rellano de la escalera para pegar
la hebra mientras esperábamos el ascensor. La señora estaba
ya metidita en años. Pero no por ello dejaba de ser
resultona. Tenía su aquel… Y como además daba muestras de
haberse preparado para poder conversar de lo que se
encartase, y dado que contaba con labia suficiente para
lucir sus conocimientos, no tengo el menor inconveniente en
decir que era un placer hablar con ella.
Pasado un corto espacio de tiempo, empecé a notar que la
señora cambiaba su forma de ser sin venir a cuento. Pues
había días que llegaba con una euforia inusitada y me decía
cosas tan agradables como para salir yo del ascensor
henchido de gozo. Convencido de que era un columnista de
muchos quilates. Pobre de mí. Pues al día siguiente su
estado de ánimo le daba suficientes fuerzas para ignorarme
o, peor aún, me miraba de arriba abajo clavándome los ojos
como cuchillos.
Una mañana en que la vi con la jeta calcada de iracundia, es
decir, plena de cólera y con ganas de cantarme las cuarenta
a poco y nada que yo le diera motivos, no eludí la
provocación que ella estaba esperando para desahogarse. Así
que le pregunté por qué su carácter era tan voluble. Tan
cambiante. Tan propenso a decirme un día que se levantaba
con unas ganas enormes de leerme y me celebraba mis
artículos y al día siguiente parecía estar dispuesta a
condenarme a galeras.
Y, en cuanto le di la oportunidad de abrir la boca, que era
lo que ella estaba esperando, me puso verde por lo que yo
había escrito ese día y que ella consideraba de muy mal
gusto. La reprimenda que recibí fue feroz. Y aquella señora,
tan adicta a leer mis opiniones, no tuvo el menor
inconveniente en ponerme a parir.
Todavía recuerdo el motivo que propició su hostilidad hacia
mi persona. Fue debido a que yo hablé bien en aquel momento
del descansado Emilio Cózar y ella que era partidaria
de los hermanos Pecino le dio por ponerse hecha un
basilisco. A partir de entonces, esa señora y yo perdimos la
amistad. Como no podía ser de otra manera. Aunque también me
sirvió para comprender que escribir diariamente una columna
que consta de letra impresa y mala leche es motivo más que
suficiente para que a uno le ocurran semejantes lances y
hasta ha de estar preparado para recibir muestras de
desagrado y alguna que otra ovación o vuelta al ruedo. Eso
sí, evitando en lo posible, como decía días atrás, que a un
toro suelto le dé por derrotar contra mí y me mande a
urgencias en un santiamén.
Válgame la anécdota para salir al paso de lo que me viene
ocurriendo en los últimos días. Hay lectores que no se
cortan lo más mínimo en decirme que si me han ordenado
escribir a favor de Vivas cuando ha terminado la
campaña electoral. Lectores que tratan de hacerme ver que
ellos desearían que yo metiese cizaña en el PP. A fin de que
tomasen vuelos las aspiraciones de Nicolás Fernández
Cucurull a la presidencia del partido. Craso error.
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