Haga como yo, no se meta en
política”. Consejo que se le adjudica a Franco cuando tenía
que zanjar cualquier discusión tensa durante los consejos de
ministros celebrados en El Pardo.
Los políticos han estado siempre muy mal vistos. Muy
denostados. Tal es así que Platón no dudó tachar a la
democracia como el reino de los sofistas, que, en lugar de
ilustrar al pueblo, se contentan con estudiar su
comportamiento y con erigir en valores morales sus apetitos.
Los políticos son demagogos de pura cepa. Hombres nacidos
para mentir lo mejor posible. Especialistas de la trola
agradable. Embaucadores de un vulgo que entiende por
utilitario lo que es bueno para él. Sálvense quienes puedan.
Emilio Romero lo tenía claro: “La política, o la
clase dirigente, ha tenido siempre buenos ejemplares de
chulitos, de sectarios y de tartufos. Así que el pueblo
siempre ha estado desorientado y se deja conmover más que
convencer”.
He oído siempre que los españoles somos muy propensos a la
excitación, y dado que España produce magníficos
excitadores, cada cual a su estilo, la demagogia ha logrado
ser una de las artes políticas más ejercidas en nuestro
país.
La izquierda ganó fama de contar con demagogos muy célebres.
Capaces de ejercer esta disciplina con plena consciencia de
que era un instrumento político de mucho valor. En cambio,
los políticos de la derecha pasaban por ser moderados en el
lenguaje. Debido a que su clientela no le apetecía oír
exageraciones.
Pero a mí me da que tales encasillamientos han pasado a
mejor vida. Porque los términos derecha e izquierda se han
acercado tanto que sus componentes se parecen muchísimo.
Hasta el punto de que populistas y clase culta se han
instalado en la misma medida en ambos partidos a partir de
que volvimos a disfrutar de un régimen democrático.
No obstante, durante la campaña electoral que acaba de
terminar, he podido observar que, gracias a la crisis
económica, los políticos no han pecado en exceso de
demagogia. Ya que a ver qué candidato se atrevía a decir que
iba a acabar con el paro en cuanto pusiera los pies en La
Moncloa. Los dos candidatos han tenido que hacer malabares
para no comprometerse con solucionar una situación que se me
antoja hará que Mariano Rajoy sienta la presión de
esa espada de Damocles que penderá todos los días sobre su
cabeza.
Esperemos, por su bien y por el de nosotros, que no acabe
Rajoy luciendo, en un abrir y cerrar de ojos, las canas de
don Diego de Osorio. Que sería prueba evidente de que
estaba sufriendo las mutaciones físicas que se manifiestan
en una persona ante un peligro inmediato. En este caso, si
no irreversible, sí enorme por las manifestaciones
callejeras que pueden atormentarle durante no pocas veces.
Situación que no deseamos. Porque la política y los
políticos, siempre que no sean corruptos, que los hay,
desgraciadamente, son más necesarios que los llamados
tecnócratas. Esa especie de hombre que parece más que
surgido del frío un producto congelado. Tecnócrata: tipo
vestido impecablemente, dueño de un estilo aprendido ante el
espejo jesuítico, que no duda en mandarnos al proceloso
averno con sus mejores bendiciones.
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