A mí participar en fiestas no me
llama la atención. Tampoco comer fuera de casa, aunque se me
ofrezca ambrosía, me suele causar satisfacción que pueda ser
tenida muy en cuenta. Y es así, porque comer en casa, aunque
sea a base de sota, caballo y rey, resulta siempre mejor
para el organismo. Ya que la mesa doméstica es un rincón de
seguridad más de los que uno no quiere prescindir.
Cuando me invitan a celebrar un acontecimiento, lo primero
que pienso es en que tendré la oportunidad de compartir
conversación con personas conocidas, con las que me serán
presentadas, y con las que me daré a conocer a fin de pegar
la hebra con ellas en los corrillos que se van formando a
ritmo acelerado.
Mentiría si no dijera que me agrada sobremanera
frecuentarlos. Recorrer esos corrillos. Intercambiar
impresiones con quienes estén dispuestos a charlar. Apenas
me preocupo de los canapés ni de las bebidas, una vez que he
tomado la primera copa. Esa primera copa que me hace perder
la parte de inhibición correspondiente a mi edad.
En realidad, hablamos no sólo para que nos oigan sino
también para oírnos. “Lo cual demuestra que el lenguaje es
antes que medio de comunicar ideas, una pura manifestación
del simple hecho de vivir”. Cierto es que uno no debe llegar
al extremo del soliloquio que se les atribuye al borracho,
al loco, al preso, al exaltado o al temible niño que suele
decir lo que no debe…
Me encanta una conversación de sobremesa, con sus diversas
entonaciones, gestos, titubeos, miedo al silencio. Un amigo
me preguntaba, no ha mucho, si yo consideraba arte la
conversación, una pérdida de tiempo, una forma de
interacción social, un ejercicio democrático, o qué…
Opiniones hay para todos los gustos. Y le respondí que,
según mis lecturas, Borges la ensalzaba como un
glorioso invento griego. Proust, en cambio, la
desaconsejaba. Y el iluminado Sakyamuni llegó hasta
el extremo de enumerar los temas de conversación que más nos
alejan de la meditación: entre otros, (charlar) sobre reyes,
ladrones y ministros, sobre hambre y guerra, sobre comer,
beber, vestirse y alojarse, sobre perfumes, parientes,
ciudades y países, sobre antepasados, sobre el origen del
mundo…
Uno piensa que la conversación puede ser un ejercicio
relajante, tedioso, estimulante, inútil. Depende. Pero, a
ratos, conversar es saludable. Lo complicado es encontrar
con quién y que ese quién no se achare. Yo prefiero
compartir una sobremesa con personas que estén dispuestas a
contar cosas: anécdotas, ocurrencias, vivencias, deseos,
desengaños…
Personas capaces de entretener. De hacer que los momentos de
ociosidad sean gratificantes. Uno suscribe lo del
Eclesiastés: hay un tiempo para cada cosa. Y las
celebraciones, donde los asistentes son muchos, como las
comidas entre pocos, si carecen de habladores, tienen poco
sentido.
Hace poco tuve yo la suerte de charlar, de compartir
conversación de sobremesa con quienes pegar la hebra es un
placer. Enrique y Soledad -Soledad y Enrique-
hicieron posible que, durante varias horas, los problemas
que todos vamos acumulando quedaran olvidados. Enrique
Ávila, sí, ese hombre del que dije, días atrás, que es
liberal por educación o educado por ser liberal. O sea, el
secretario de la UNED de Ceuta.
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