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OPINIÓN - VIERNES, 11 DE NOVIEMBRE DE 2011

 

OPINIÓN / EL OASIS

Debemos respeto a las instituciones
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Andaba yo -y perdonen que hable de mí-, a los veintiún años, disfrutando de todas las posibilidades para abrirme camino en el fútbol profesional, cuando un día me llamaron a filas y me comunicaron que me quedaban por delante dos años de milicia. Ya que me había tocado cumplir mis deberes con la Patria en un Cuerpo Especial de la Armada: La Infantería de Marina.

Cada vez que pensaba en que tendría que pasarme 24 meses en un Cuerpo donde sus componentes tenían fama de hacer guardias a granel y temiendo, a su vez, que me destinaran a un barco, anduve durante el período de instrucción rezándole a todos los santos para que, dentro de lo malo, la cosa no fuera a peor.

Llegado el momento de los destinos, recibí una noticia desoladora: como no había destino directo a El Ferrol, mi lugar preferido, ya que en él se me esperaba para ponerme a las órdenes de Galárraga, entrenador en aquellos tiempos de un magnífico equipo ferrolano, me enviaron a Madrid. Y el mundo se me vino encima. Máxime cuando una mañana, días después de mi llegada al cuartel de la Ciudad Lineal, se me ordenó que metiera mis cosas en el petate porque habían decidido que cumpliera en el Ministerio de Marina la cantidad de mili que me quedaba.

Sorprendente fue también, que con mi baja estatura, resultado de haber sido un niño nacido cuando aún estaban sonando los últimos cañonazos de nuestra Guerra Civil, me viera de la noche a la mañana haciendo de escolta del ministro de Marina: Almirante Felipe Abárzuza y Oliva. Tarea que se repartían los infantes nacidos en Cataluña o en el País vasco. Mejores comidos y, por tanto, más altos. Eso sí, a veces, por las tardes, mi misión consistía en acompañar al ministro y a su esposa, una señora inglesa de modales exquisitos y atiborrada de buenos sentimientos, al parque del Retiro. A fin de echarle de comer a los patos. Llevando como defensa una pistola cargada con balas de fogueo.

Podría contar muchas peripecias de aquellos dos años de milicia, incluso mis visitas al tétrico sanatorio de Los Molinos, cuando estaba ingresado en él Fernando Abárzuza Oliva, contralmirante y director del Colegio de Huérfanos de la Armada, y hermano del ministro de Marina. Don Fernando se moría a chorros. Y lo sabía. Y como era hombre de mucho carácter y nada melindroso, no se llevaba bien con las monjas que le atendían. La primera vez que me mandaron a mí para llevarle algo que había pedido, me encajé en Los Molinos en una furgoneta de la Marina conducida por Paquito. Un madrileño castizo, achulapado y que estaba a punto de jubilarse. Y debí caerle bien el contralmirante, pues me siguieron enviando a verle, con la excusa de llevarle intendencia variada. Así que mantuve una buena relación con él hasta su muerte en el año de 1962.

En esos dos años de mili, pude salir a flote en mi actividad profesional. Y aprendí a convivir con militares de graduación y que llegaron a ser muy conocidos en todos los ambientes. Se apedillaban Ollero, Conejero, Carlos Albear -fallecido a edad temprana-, Romero Manso… y varios más no mencionados por falta de espacio. Desde entonces, respetar a las instituciones se convirtió en norma para mí. Y qué decir de la Institución Militar. Seamos serios al referirnos a ella. Seriedad no significa que las instituciones deban estar exentas de críticas.
 

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