Andaba yo -y perdonen que hable de
mí-, a los veintiún años, disfrutando de todas las
posibilidades para abrirme camino en el fútbol profesional,
cuando un día me llamaron a filas y me comunicaron que me
quedaban por delante dos años de milicia. Ya que me había
tocado cumplir mis deberes con la Patria en un Cuerpo
Especial de la Armada: La Infantería de Marina.
Cada vez que pensaba en que tendría que pasarme 24 meses en
un Cuerpo donde sus componentes tenían fama de hacer
guardias a granel y temiendo, a su vez, que me destinaran a
un barco, anduve durante el período de instrucción rezándole
a todos los santos para que, dentro de lo malo, la cosa no
fuera a peor.
Llegado el momento de los destinos, recibí una noticia
desoladora: como no había destino directo a El Ferrol, mi
lugar preferido, ya que en él se me esperaba para ponerme a
las órdenes de Galárraga, entrenador en aquellos
tiempos de un magnífico equipo ferrolano, me enviaron a
Madrid. Y el mundo se me vino encima. Máxime cuando una
mañana, días después de mi llegada al cuartel de la Ciudad
Lineal, se me ordenó que metiera mis cosas en el petate
porque habían decidido que cumpliera en el Ministerio de
Marina la cantidad de mili que me quedaba.
Sorprendente fue también, que con mi baja estatura,
resultado de haber sido un niño nacido cuando aún estaban
sonando los últimos cañonazos de nuestra Guerra Civil, me
viera de la noche a la mañana haciendo de escolta del
ministro de Marina: Almirante Felipe Abárzuza y Oliva.
Tarea que se repartían los infantes nacidos en Cataluña o en
el País vasco. Mejores comidos y, por tanto, más altos. Eso
sí, a veces, por las tardes, mi misión consistía en
acompañar al ministro y a su esposa, una señora inglesa de
modales exquisitos y atiborrada de buenos sentimientos, al
parque del Retiro. A fin de echarle de comer a los patos.
Llevando como defensa una pistola cargada con balas de
fogueo.
Podría contar muchas peripecias de aquellos dos años de
milicia, incluso mis visitas al tétrico sanatorio de Los
Molinos, cuando estaba ingresado en él Fernando Abárzuza
Oliva, contralmirante y director del Colegio de
Huérfanos de la Armada, y hermano del ministro de Marina.
Don Fernando se moría a chorros. Y lo sabía. Y como era
hombre de mucho carácter y nada melindroso, no se llevaba
bien con las monjas que le atendían. La primera vez que me
mandaron a mí para llevarle algo que había pedido, me encajé
en Los Molinos en una furgoneta de la Marina conducida por
Paquito. Un madrileño castizo, achulapado y que estaba a
punto de jubilarse. Y debí caerle bien el contralmirante,
pues me siguieron enviando a verle, con la excusa de
llevarle intendencia variada. Así que mantuve una buena
relación con él hasta su muerte en el año de 1962.
En esos dos años de mili, pude salir a flote en mi actividad
profesional. Y aprendí a convivir con militares de
graduación y que llegaron a ser muy conocidos en todos los
ambientes. Se apedillaban Ollero, Conejero, Carlos Albear
-fallecido a edad temprana-, Romero Manso… y varios
más no mencionados por falta de espacio. Desde entonces,
respetar a las instituciones se convirtió en norma para mí.
Y qué decir de la Institución Militar. Seamos serios al
referirnos a ella. Seriedad no significa que las
instituciones deban estar exentas de críticas.
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