Llego al establecimiento
hostelero, atiborrado de recuerdos para mí, y me siento en
el rincón de seguridad al cual siempre recurro cuando tengo
ganas de tomar una copa solo, sin que nadie me impida
reflexionar sobre lo que en ese momento crea conveniente.
Es sábado. Hora vaga de mediodía. Y en la cafetería no hay
nadie que me obstaculice meditar acerca de cómo los
políticos siguen enfrascados en hacernos promesas que no
cumplirán. Que para eso están en campaña electoral.
Verdad es que cuando un político promete algo, hace como los
niños: añade mentalmente, “si puedo”. Y se queda tan pancho.
Tan pancho como se quedó Tierno Galván -aquel alcalde
de quien dijo un columnista sensacional, como es Raúl del
Pozo, “que era una víbora con cataratas”- cuando propaló
que las promesas electorales están para incumplirlas”.
Pues bien, pensando en las innumerables tabarras que
habremos de soportar de aquí al día 19 por parte de
candidatos convertidos en auténticos charlatanes, especies
de vendedores de habla rápida de un producto que, según
ellos, será el colmo de la felicidad jamás vista, me dan
ganas de hibernar todo lo queda de mes. A fin de no
contaminarme con nada relacionado con lo que está
sucediendo.
Pero si quieres arroz, Catalina… En esas estaba, es decir,
cavilando la mejor manera de evitarme el tumulto de cuanto
queda de campaña, aun viéndome obligado a pedir unos días de
excedencia en este medio, cuando apareció él.
Él es uno que estaba convencido de que iba a ir en la lista
de su partido cuando las elecciones autonómicas. Tan
convencido como que se atrevió a pronosticar, un mes antes,
incluso con qué número aparecería reflejado su nombre en
relación tan esperada. Y erró. Y de qué manera. Con lo cual
tardó nada y menos en poner el grito en el cielo.
¡Menuda primavera dio el gachó! Parecía que lo habían
estafado. A él, atreverse a hacerle tal cosa a él… A él, sin
compensarle por todas las votaciones en las que levantó la
mano cuando se lo decían; a él, que apoyó al líder siempre,
sobre todo en los momentos más difíciles, que los hubo. Y
hasta se acordaba de cuando hubo que cerrar filas por el
caso… Y qué decir de cómo se había pateado la calle en
montones de campañas electorales.
Y es que la persona a la que me refiero, que lleva la tira
de años comiendo de la política activa, estaba convencida de
que otra vez volvería sentarse en un escaño de la Asamblea.
Pues tenía la certeza de que su presencia era poco menos que
indispensable, ahora. Vamos, hace meses.
A lo que iba -y perdonen la digresión-. Que él en cuanto me
vio se puso a mi lado y decidió que lo mejor era acompañarme
a tomar el aperitivo. Sin percatarse de que yo estaba sumido
en cavilaciones sobre la mejor manera de eludir a pesados
como él. A tipos que un buen día dejaron su empleo y llevan
casi dos décadas viviendo del cuento. Y algunos, no sé si es
este el caso, ocupando cargos de confianza. Y ganando, por
supuesto, una pasta gansa. A él, o sea, al tipo que, durante
la primavera, cuando se vio fuera de la lista, no cesaba de
amenazar que como contase lo que sabía... se iba a liar la
de Dios, le tuve encima que aguantar que me viniera a decir
que el presidente más grande que ha tenido España es
Aznar. Y, por si fuera poco, el tío se fue sin pagar su
consumición. ¡Menudo jeta!
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