No puedo dejar de pensar, de suspirar, de hablar en voz alta
como en sueños de noctámbulo (que por cierto lo fuí de crio
en noches de blanco recuerdo en que, por topar contra el
esquinazo de la mesa del comedor, larga como día sin pan, me
salieron de entre aquel entonces larga cabellera unos
cuantos coscorrones en forma de diminutos cráteres. Para
lucir de calvo. Oseáse. Ya mismo). No dejo de luchar, de
recordar cómo se siente uno cuando está entre dos lugares,
con el corazón dividido pugnando por encontrar la dirección
–qué no, que no es la del sms con invitación a cena
romántica, bailoteo con copas y muchas risotadas y roces no
buscados y sin “maría” porque el tabaco me tumba, oiga, el
alcohol idem, que luego puede que aguarde una cama ajena aun
sin pétalos de rosas y varillas de incienso oloroso
apestando la leche, y ..¡Hop, dos sin…!.
Sin dirección no hay localización. Evidente. En vulgo
errante te conviertes. Desaparecido de la faz de la tierra,
cual Robinson Crusoe sin taparrabos, que gustirrinín, oculto
en la más recóndita isla virgen del planeta tierra. Ja, las
ganas.
Quizá éste sea solo un intento de reescribir el destino
acuciado por la enfermedad endémica del mundo occidental: la
insatisfacción. Que es la que me vence, día tras día, aun
casi teniéndolo todo: Familia y de la mejor ¡¡Pata negra!!;
amistades las justas pero verdaderas; currelo o salario para
llenar el buche, también; salud se espera que sí, diga que
sí, e ilusión por vivir todíta toda pero… ¿Y amor?
Esa es otra. Que alguno vino huyendo de la quema por meter
la pata y algo más donde no debía. Y hale, al confín de los
desterrados. Sin saber entonces que esto no es castigo, más
bien es premio y del gordo. Decir que uno está insatisfecho
en Ceuta sería mentira, que va, todo lo contrario. Pero de
ahí a pensar que uno debía echar raíces ayayay.
Una llamada incierta y quizá a destiempo roba mis sueños,
que volaban bajeros. “Síii, otra vez. Vale, que sí. Que
pueda ser. Adios”. Que pueda que haya algo entre el Morro y
el Mixto que sucumbe a mi mente, que yerra mi dirección, la
que gira y gira como veleta que no para por el Sarchal. Que
propone el pitido de fin de trayecto. Pero amor prohibido
es. Por ahora.
Tal vez este paisaje se me va revelando como a los latidos
de mi corazón cascarrabias e impertinente. Que quiere
despertar a la llamada del nacedero, y por eso a nadie
presto atención, aunque quisiera, porque el último sitio del
que deseo salir es éste, mecachis, que esta tierra ha
doblegado mi espirítu luchador con esa extraña sensación de
que algo te falta y no sabes encontrarlo, por afín. Lo que
parece ser utopía. Inalcanzable por tanto.
No creo tener síntomas negativos que afligan mi ser. Veamos:
no tengo dificultad para ganar peso, que tras el yantar
viene la rica siesta con pijama y orinal, fórmula que
encumbrara nuestro célebre Cela; ni para perderlo, el peso
bien digo, que no el orinal, que en el baile nocturno del
primer párrafo algunas gotas de sudor he debido estampar en
el frío suelo, pegándose un morrocotudo resbalón la menos
agraciada, la de mejillas sonrosadas, quien revoloteaba en
demanda tal bajo el soniquete de chunda-chunda del karaoke.
Que los dulces no me van mucho salvo que vayan envueltos y
contonéandose…, como los Chupa-Chups; para relamerse de
gusto. Calambres y dolores de cabeza, ¿Cómo se manifiestan?
De tener mala memoria no me acuerdo; qué despiste. Molestias
intestinales, sólo cuando papeo fabada asturiana,
requetebuenísima, o bien garbanzos con callos como los que
degusté ¡Chapeau! en Cala Carlota con un amigo el pasado
jueves.
Insisto en no creer tener negaciones abismales. Aunque
quizás pudiera padecer flaqueza y malestar, a pachas, a
veces, según en qué momentos y con qué mierda humana te
toque lidiar. A mí, que paso del arte del toreo. Pero
desánimo, apatía, tristeza, rabia e insatisfacción tengo… A
reventar.
Pongo mi mano en el costado derecho y aprieto, sí, ahí ¡ay!
Y de verdad, en este tacto puede que me vaya la vida o su
ausencia. Que me da canguela. Pavor. Porque la única certeza
del paso fugaz por esta vida es la muerte. De la que me
espanto al cruzarme de acera si la veo, ya sea por la Gran
Vía ya por la Marina Española, que huele a castañas asadas
que alimenta. Que si la presiento cerca -a la fea de la
Guadaña, la de mejillas pálidas que te invita a bailar bien
arrimado ¡encima, digo!- le doy la espalda con irónico
desprecio a la par de levantarle el pulgar de mi derecha,
que es la que manda, en idéntico corte para con mis
enemigos, que supongo los tengo, a los que igualmente
detesto ignorándolos sin ocultarlo a su carota risueña de
tontolabas.
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