Ante las graves formas de
inmoralidad social y económica, así como de corrupción
política que padecen pueblos y naciones, no puedo por menos
que afanarme en difundir lo que pienso. La indignación moral
es el peor de los males en un mundo de diversidad como el
presente. Lo es en nuestros días en grado suma. No podemos,
por más tiempo, permanecer pasivos ante la siembra de
desvergüenzas que nos circundan. Hace falta activar con
urgencia un código moral, capaz de globalizar sentimientos,
en un planeta crecido de inmoralidades. El poder destructor
del ser humano es tan fuerte hoy, que hacen falta mil
escuelas de moral y un millón de millones de mentes,
dispuestas a trabajar por el potencial creativo de la
ciudadanía para que pueda sentirse bien.
La capacidad de la humanidad para reorganizarse tiene que
partir de un abecedario de estéticas y de un lenguaje de
éticas, que pongan al descubierto las raíces podridas, esas
que hablan en nombre de creencias, religiones o ideologías,
o esas que dicen representar a poderes financieros,
políticos o judiciales, totalmente corruptos. Sí en verdad
creemos en la vida y queremos tener vida, hay que depurar
todo aquello que nos hace estar en conflicto permanente. Sin
duda, el cambio llegará al mundo el día que se considere el
factor moral como instrumento de camino y se apueste
decididamente por cada ser humano. Todos, en suma, somos
raíces de un mismo árbol, por el que van creciendo las
ramas, todas necesarias y todas imprescindibles.
La supervivencia de la especie es la primera acción moral.
Lo que se esconde detrás de la crisis o de las amenazas que
se agravan por momentos, es la pérdida de honestidad, de
juicios rectos, o si se quiere, de espíritu humano. Cuando
se pierde la espiritualidad, razón de todas las cosas, todos
los destinos pueden ser posibles, también el de la
autodestrucción. Ha llegado, pues, el momento de retomar
todos los códigos morales, aquellos que son memoria de
nuestras vidas y aquellos que son cultura de nuestras
costumbres, de exponerlos en común y de ponerlos como
acuerdos básicos o de mínimos. Es la única manera de poder
llevar a cabo acciones conjuntas, porque hasta la misma paz
es moral, por lo que conlleva de unidad y unión, de
fraternidad, tolerancia, confianza y comprensión arraigados
en las mentes y los corazones.
Ciertamente, para que la justicia reine en los poderes de
los diversos Estados, antes es necesario que reine en el
espíritu de la ciudadanía. Cuando las naciones son
gobernadas por una cuadrilla de bandidos, sin moral alguna,
el poder de destrucción aumenta, y lo tremendo es que el
terror trata de legitimarse moralmente. No olvidemos jamás
que estos sembradores de la locura, son, en el fondo, los
causantes de que germine el odio y la venganza, a ellos les
da igual, son tan inmorales que desprecian la vida. Por
desgracia, este comportamiento terrorista a veces se
presenta como liberación de pueblos, como defensa de
religiones y culturas, y lo que pretende es enfrentar al
mundo, dividir a las naciones, sembrar el pánico para
modificar nuestro comportamiento moral. Es, pues, en toda
regla una guerra psicológica, que el mundo debe combatir con
más justicia global. Nunca el mundo ha estado tan hambriento
de justicia como ahora, a juzgar por el desbordamiento de
hechos inciviles que nos atizan a diario los medios de
comunicación, verdaderamente globalizados.
Si queremos perpetuar la civilización, la justicia moral es
básica; máxime en los tiempos actuales en los que el ser
humano está en condiciones de producir seres humanos en un
laboratorio. Desde luego, no podemos, ni debemos dejar que
inmorales poderes, cultiven un raciocinio sin conciencia,
sencillamente porque el ser humano no es un producto más de
mercado. Seamos de una religión u otra, de una creencia o no
creencia, los moradores de este mundo tienen el deber de
preservar las verdades y valores perennes, que han de formar
parte de un código moral, tan justo como necesario. Téngase
presente que la verdad tampoco se fabrica por mucho poder
que ostentemos, se descubre por sí misma; al igual que los
valores, son los que son, por encima del talento, y se les
reconoce por el amor incondicional que se entrega.
Nos encontramos en un momento crucial. Todos tenemos una
responsabilidad moral con las futuras generaciones. Nuestros
descendientes serán nuestros jueces. Por consiguiente, sin
en verdad queremos progresar como seres humanos, lo que hay
que relanzar es un código moral que fomente la libertad,
sobre todo para vivir sin miedo; la justicia,
principalmente, puesto que nadie puede quedar excluido; la
igualdad, máxime, cuando en todas las naciones el sol sale
al amanecer. En consecuencia, tanto para los que tienen
responsabilidades públicas como para aquellos que no las
tienen, todos unidos, hemos de promover, más pronto que
tarde y en el conjunto del planeta, la gestación de una
verdadera conciencia moral. ¿Cómo se llega a esa
maduración?, se preguntarán los lectores. La respuesta es
bien clara: el día que no haya diferencia entre ser el dueño
de un país o el último de los excluidos de la tierra. Que
cada cual, ahora, se tome su pulso y se interrogue sobre las
decencias o indecencias, que practica o recibe.
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