Del Makrech más cercano (Egipto)
al Magreb más alejado (Marruecos) pasando por la insumisión
egipcia, el sangriento ajuste de cuentas libio, la victoria
electoral en Túnez, los interrogantes argelinos y el devenir
inmediato de Marruecos, en todo el norte de África el
islamismo político de un signo u otro no deja de tomar
posiciones asaltando, con la legalidad en mano o a las
bravas, los reductos del poder. Superadas otras opciones
políticas a izquierda y derecha y caídos los regímenes
tradicionales (se salvan por el momento los generales
argelinos y el Makhzén marroquí), el paradigma de los nuevos
tiempos es el ascenso de la alternativa islamista. También
se dan vectores de geoconfluencia mientras que los signos de
los tiempos son propicios, como adelanta el diario
casablanqués “Le Soir” en su edición de éste fin de semana y
de quien tomo prestado el titular: “Retrouvant une liberté
de mouvement et de parole, les islamistes ont, plus que
jamaís, le vent en poupe”. Por más que algunos, tanto en el
Magreb como en Europa, se tiren de los pelos y clamen en
contra como es el caso en España del analista Vázquez Rial
en un conocido periódico electrónico, LD, debemos de asumir
que no es de recibo alentar (en este caso al islamismo) al
juego político para, a continuación, advertir que nunca se
les va a dejar ganar. Es cierto que cada país es un caso en
sí mismo: en Egipto, los radicales Hermanos Musulmanes se
emboscan mostrando sus cartas parcialmente y de forma
interpuesta; en la nueva Libia, el Consejo Nacional de
Transición (CNT) está trufado de extremistas procedentes del
islamismo más duro oportunamente reconvertidos, sin
convencer a nadie. Pero en Túnez y Marruecos, los
movimientos de Ennahda (Renacimiento) y el Partido de la
Justicia y el Desarrollo (PJD), abiertamente islamistas, ya
han dado pruebas sobre todo los segundos de comprometerse
con la legislación vigente mientras que sus líderes
respectivos, Rachid Ghannushi y Abdelilah Benkirán, han
dejado estos días claro que ni por asomo cruzarán ciertas
líneas rojas. Además, tanto en la sociedad civil tunecina
como en la marroquí subyacen importantes sectores de
población que, ni por asomo, piensan renunciar a sus
libertades ni tampoco permitir la instauración de la sharía
o ley islámica. Eso está claro.
Si en diciembre de 1991 el gobierno argelino armado de una
buena dosis de prudencia y, con reveladores datos en la
mano, juzgó oportuno cancelar en la primera ronda las
elecciones que sin duda iban a dar la victoria al
inquietante Frente Islámico de Salvación (FIS), formación
decididamente extremista y que tan solo contaba con su
acceso al poder mediante las urnas para dar un golpe de
Estado “desde arriba” e instaurar un régimen islamista
radical al amparo de la sharía (por cierto que en 1994 y
1995 el FIS contaba con una célula en Ceuta), hoy día ni
Ennahda en Túnez ni los islamistas parlamentarios marroquíes
del PJD guardan relación alguna, doctrinal o táctica, con el
antiguo FIS argelino, además de que ni Túnez ni Marruecos
son ni mucho menos la Argelia de la década de los noventa.
Así pues, ¿a qué demonizar la reciente victoria electoral de
Ennahda o el eventual triunfo del PJD en las próximas
elecciones marroquíes del 25 de noviembre…?.
La clave de bóveda son las reglas del juego y, mientras
éstas se acepten, es lo que hay. Insisto: no es de recibo
alentar (en este caso al islamismo) al juego político para,
a continuación, advertir que nunca se les va a dejar ganar.
Ello traería consigo frustración y violencia, dándole alas
al yihadismo terrorista y laminando ese islamismo político
que es, de hecho, el mejor cortafuegos contra el mismo.
Centremos la diana: la amenaza real es el terrorismo
yihadista de matriz radical salafista, anclado
ideológicamente por cierto en la versión más casposa del
wahabismo hambalí. Visto.
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