Rola el viento de poniente con las primeras y copiosas
lluvias del otoño. Bienvenidas sean. Vuela mi imaginación
febril con el impacto del visionado en la madrugá del
domingo, en que un motorista dejaba su vida en tierras
malayas allá por donde el sol naciente, el que no volverá a
ver más el infortunado de Simoncelli.
El motociclismo es lo que tiene, deporte y riesgo a partes
iguales, vistosidad y velocidad juntas, valentía y coraje no
exento de fragilidad pues nos olvidamos a veces que somos
humanos. Seres de carne y hueso. Mortales por tanto.
El accidente deportivo que le costó la vida anteayer al gran
piloto italiano Marco Simoncelli nos ha dejado a los
aficionados de la moto patidifusos, callados, lacrimosos,
hechos una piltrafa. Porque no se esperaba este negro
acontecer por mucho que el valiente Marco, que lo era, nos
deleitaba (en pasado, pena) con sus virages y cortes
trazados como con tiralíneas rozando de improviso el
carenado de sus cercanos competidores, diseñando cabriolas
difíciles de emular por quienes no nacieron con el manillar
en las manos, como él, ídolo de masas “espaguetti” en
general, aunque fuera un excéntrico como pocos y hasta a
veces un pelín payasete, dicho sea con cariño y respeto.
Pero daba juego al motociclismo -y a las ruedas de prensa
posteriores, también-, que un día si otro también nos sacaba
el corazón de la caja haciéndonos levantar como por un
pellizco traidor las posaderas del sofá, derramando el café
ardiendo, uy, elevando la tensión del momento por sus
“fechorías”, que no eran otras que sus enconadas luchas sin
cuartel, como guerrero con causa. Y bandera. Díganselo si no
a Pedrosa, Stoner y compañía, que tiritaban solo de verlo a
su rebufo, sintiendo clavados en sus nuca los ojillos malage
del italiano con la melena dorada escapándosele al viento
por entre las comisuras del casco protector, el mismo casco
que en la cita fatídica poco o nada pudo hacer salvo rodar y
rodar vacío de podio y aclamación de la grada “tifossi”.
Mudada de espanto, como todos.
Del motociclismo uno recuerda con satisfacción aquellos
momentos vividos al socaire de la tufarada de los tubos de
escape de los motores de competición, motocicletas y
turismos, ruidosas las unas, espectaculares y tuneados los
otros, creando un ambiente sano y bullicioso del que hacía
gala el Motoclub Alcarreño, capitaneado por su presidente
Carrasbal, que pugnaba en la década de los 80 por traerse a
casa lo mejor del “staff” de los pilotos, ya con un Angel
Nieto crecido como nadie dando gas tras volar saliendo en
cada curva y arrancando aplausos del gentío que en número
indescriptible abarrotaba el circuíto urbano del llamado
Polígono del Balconcillo, inmersas las ferias y fiestas
septembrinas de la capital de la miel y el cordero, de la
sobriedad del castellano recio y rural. Que bien digo, que
nuestro campeonísimo del 12 + 1 victorias del mundial de la
cosa quizá se consagrara como número uno tras saborear,
además de las primeras victorias sobre la moto de 49 cc con
el dorsal número 1, los dulcísimos bizcochos borrachos de la
Alcarria, cuna de moteros entusiastas. Doy fe.
Que de ellos quedan la tira todavía hoy. Y ejército serían
de no ser, lástima, porque pesaba mucho el circuíto
madrileño de El Jarama, por más que el Ayuntamiento de
Chiloeches, a vista de pájaro de la capital alcarreña, se
esforzara cediendo terrenos en un valle de belleza
paisajística sin igual y a escasos 30 minutos del gran
Madrid de los Austrias.
A mi primo José María Monge, alias “Chiqui” no le ganaba
nadie en pundonor y deportividad aun no siendo buen piloto
por mucho que cabalgara a lomos de su réplica Derby número
17, ataviado con un mono de color marrón que daba grima
aparte de no pegarle ni con mocos no le traía la suerte que
él demandaba, y claro rodaba lentorro alejándose en cada
recta sin fin de su paisano el “Inglés”, competidor valiente
como pocos y rodando muy superior en el asfalto, que parecía
hecho para él.
El recuerdo me traslada por el tiempo y el espacio
poniéndome a pie de una carretera local, en un circuito
rural improvisado de más de 60 curvas cerradas a diestra y
siniestra. Con gravilla, arena y barrizal seco depositado
por las ruedas de los tractores que faenaban por caminos de
ramaje y arcilla, el asfalto se asemejaba a uno de esos
coladores que te venden en la tienda de los chinos
tornandose en desniveles tras los cambios de rasantes
demoníacos. La subida desde Cañizar al alto de Torija era
toda una epopeya en las carreras de velocidad de automóviles
de la época, la misma en que uno tenía la edad de comerse el
mundo, soñando con liderazgos utópicos en aventuras plenas
de olor a aceite quemado y gasolina a partes iguales, que a
su justo término eso sí, daban juego llegados los ágapes,
trofeos y abrazos emocionados -conseguido el autógrafo del
genio, y el grito: “Lo tengo ¡Hurra!-“, con las leyendas
vivas del cuero sudado, ya bajo la bóveda de las Cuevas del
Clavín, refugio enclavado en lo alto de la montaña, el mejor
lugar sagrado que soñar quisieran los deportistas que tocan
el cielo al rebufo de los ídolos.
Hubo buenas sensaciones en la subida de coches en Cañizar,
si señor, en que vestido a la usanza como comisario de ruta
parecía alejarse el frío de la cara cortada del chavea no
así esa maldita escarcha que dura hasta la hora del ángelus;
que allí no truenan los cañones del Hacho, que allí truena
el sonido de los F-18 norteamericanos que dibujan su estela
de guerra hacia Torrejón, berreando como venados en celo.
Los cuernos ya se les suponen.
Por debajo del larguirucho joven al otro lado de la curva
del diablo se encontraba Félix Del Castillo (hoy día es
conductor prudente y competente funcionario del alcalde
popular alcarreño, con futuro prometedor. Ambos) que
mostraba su juego de banderolas al viento, el mismo que le
gritaba al amigo cómo las debía airear si el coche en
cuestión se gripaba o se salía buscando frenarse contra las
aliagas de su entorno, y la respuesta que le llegaba a lomos
del vendabal no era otra que la de “estira la amarilla si
hay caída; levanta la roja si viene la patirroja”. Y claro,
las risas enmudecían el viento que apagaba su voz como
congraciándose con el chiste del cachondo chaval. Que valga
la guasa, que el día amanecía congelando a los humanos a los
soles de marzo que no mayea, sino ventea (no sé yo que es
más endiablado: el azote del levante o el viento áspero del
secano, que hiela hasta los tuétanos). Que mira que la
organización se las traía: mandar a dos mocosos de apenas 16
añitos como jueces de la prueba en la mítica subida a
Cañizar. Ay mundo loco. El de las motos también.
Alas blancas pues para Marco Simoncelli, el jóven de la
montura 58 que acaba de inscribirse con letras de oro en la
competición eterna. Para dicha de los ángeles del paraíso.
Que lo disfruten.
|