Cuando se casó la duquesa de Alba
yo había dejado de escribir la columna y me fue imposible
decir ni pío del enlace. Aunque no me faltaron ganas de
opinar al respecto. Y lo habría hecho con el debido respeto.
Cual ahora.
En aquellos días, anteriores a la gran boda celebrada en el
Palacio de Dueñas, pude leer mil comentarios relacionados
con la unión de Cayetana de Alba con Alfonso Díez.
A quien la duquesa aventaja en muchos años. Muchísimos. Un
montón de años.
De la duquesa se ha dicho siempre que le importa un comino
ponerse el mundo por montera. Que hace lo que cree
conveniente en todo momento. Y, además de hacerlo, porque a
ella le sale de sus adentros y se lo puede permitir, juega
con el favor que el pueblo le otorga a todos los nobles que
han conseguido hacer del casticismo bandera con la cual
ganarse la voluntad ciudadana. “El casticismo de las clases
altas es lo que hoy llamamos demagogia. Un casticismo de las
costumbres que confunde falsamente al pueblo con la
aristocracia”. No hace falta más que revisar la historia
para comprobar lo dicho.
Entonces, es decir, en aquellas fechas previas a la boda más
importante del momento, lo primero que pensé fue en un
programa de Canal Sur, presentado por Juan y Medio,
titulado “Señoras que buscan novio”. Un programa al que
acudían mujeres metiditas en años, bastantes años, con el
fin de ver si se les pedían relaciones por parte de hombres
que gozaran de su mismo estado de viudez, soltería, divorcio
o separación.
Aquellas mujeres, que estaban en su perfecto derecho de
salir a la palestra a dejarse querer, y, naturalmente, a
disfrutar plenamente de unas relaciones sexuales a
conveniencia, fueron tildadas por los más destacados
columnistas andaluces, con firmas en periódicos de gran
tirada nacional, como “viejas cachondas”. Entre otras
expresiones malsonantes.
Aquellas mujeres fueron vilipendiadas y sirvieron de mofa
para quienes tienen dos varas de medir cuando se trata de
opinar sobre asuntos en que los mismos hechos vayan marcados
con la diferencia de clase. De modo que uno está harto de
ver cómo una misma actitud en una señora de origen humilde
es tenida por grotesca o por arrabalera, mientras en la
duquesa de Alba, por ejemplo, se destaca como el punto
culminante de lo excéntrico.
Y allá que alrededor de ella se arremolina un coro de
entusiastas dispuesto a reírle las gracias a una mujer de 85
años que se muestra como si tuviera cincuenta menos y que en
vez de ganarse el calificativo de chalada dicen de ella sus
corifeos que goza de una enorme vitalidad y que es tan
especial que tardará mucho tiempo en nacer otra mujer igual
en España.
Mi desconcierto rayó a gran altura cuando vi a la noble
esposada bailando su rumba descalza, no sé si ante la
fachada del Palacio de Dueñas, emulando a la mejor
Micaela Flores Amaya, “La Chunga”, en sus exitosos años
cincuenta. Cuando servía de musa a escritores y artistas de
renombre.
Y, como tengo derecho a opinar, lo primero que se me vino a
la mente es el mal trago que estarían pasando los hijos de
Cayetana de Alba. Los presentes y los ausentes. Ante aquella
demostración palpable de que la España de charanga y
pandereta estaba más viva que nunca. Representada por su
madre. O sea, la duquesa.
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