Debo reconocer que tengo una
escasa capacidad para comprender la política. Todo lo que
creo saber de política internacional, por ejemplo, lo he
aprendido en los libros. Aun así, sospecho que la política
internacional es ininteligible excepto para los que la hacen
y aún tendríamos que verlo. De cualquier manera, la política
de altura debe de estar tan saturada de barrabasadas que lo
mejor es que no sepamos de ella ni mu.
Y qué decir de la politiquilla interior: es la cosa más
adocenada y vulgar que se pueda llegar a imaginar. De modo
que no he comprendido nunca el interés que entre la gente
suscitan los políticos. En cualquier otro estamento hay
gente más valiosa. Así pensaba José Pla. Insigne
escritor catalán.
Ya lo dijo Jesús Gil y Gil en su momento: “La
política es un cobijo de incompetentes. Yo nos lo tendría ni
de botones en mi empresa”. El dueño de ‘Imperioso’ era lo
que era, a qué negarlo, pero conocimientos no le faltaban
para hablar así de los políticos. Puesto que los había
tratado desde todos los ángulos.
Hubo una época en la cual me vi obligado a estar cerca de
algunos políticos. Fueron tres años: 1987-1990. Y comprendí
perfectamente que no eran de fiar. Salvo excepciones.
Faltaría más. Eso sí, no se privaban de nada. Se aferraban a
las dietas como un náufrago a un salvavidas. Con aquellas
dietas acababan convertidos en bon vivant.
Digo lo de las dietas porque éstas no se las gastaban. Pero
no por ello dejaban de viajar, de beber, de comer y de
alojarse en hoteles de cinco estrellas y luego presentaban
facturas por el importe que deberían haber cubierto con los
dineros destinados al afecto. O sea, las dietas. Tampoco le
hacían ascos a inflar las facturas. Ni por asomo.
Fueron unos años donde los políticos derrochaban a tutiplén
el dinero de los contribuyentes. Salvo los honrados. Que no
eran bien vistos porque con su comportamiento dejaban en
entredicho a quienes vivían una vida muelle a costa del
erario público. Una vida de nuevo rico o de estraperlista de
la posguerra. Los cuales si carecían de amantes no podían
codearse con la burguesía.
Lo de los amantes propició, por razones que no vienen al
caso explicar, poner de moda una planta del edificio
municipal, hoy llamado, pomposamente, palacio de la
asamblea. Así la tercera planta acabó siendo motejada como
la planta de los fantasmas que allí susurraban, gemían o
servían para que ciertas féminas se percataran de que sus
benefactores también pegaban gatillazos a granel. Entonces,
Juan Luis Aróstegui se guardaba muy bien de denunciar
aquella situación tan conocida. Cual conocida era de qué
manera se podía acceder mejor a un piso de protección
oficial. Yendo a la oficina que estaba establecida en una
cafetería sita en la plaza de África y poniendo cierta pasta
por delante.
Todo lo dicho se me ha venido a la memoria nada más leer que
en el pleno que se está celebrando hoy lunes, cuando
escribo, se va a tratar de la disolución del ICD. Antes IMD.
Y debo decir que lo mejor que haría Aróstegui, líder de
‘Caballas’, es no abrir la boca. Aunque, sabiendo que nunca
tuvo lacha, mucho me temo que ponga el mingo como siempre.
De esa decisión, es decir, de la disolución del ICD,
solamente me interesa que el futuro de los empleados sea
tenido en cuenta. Pero hay políticos de por medio…
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