Estimado amigo:
Fíjate que he usado un adjetivo que me cuesta lo indecible
pronunciar. Y ello lo saben bien quienes me conocen. Puesto
que amigo es una palabra que ha sido usada siempre tan a la
ligera que ha ido perdiendo el valor de su enorme
significado. Y produce recelo, al menos a mí, llenarse la
boca con ella.
Las amistades no nacen de un día para otro. Entre los
individuos, la amistad nunca viene dada, sino que debe
conquistarse indefinidamente. Hacerse con el paso del
tiempo. Y, sobre todo, mantenerla a flote incluso en
momentos donde peligra semejante relación.
Bien sabes tú, Alfonso, que una buena amistad es capaz de
aguantar carros y carretas y, sin embargo, se va al garete
por cualquier motivo sin importancia. Por un quítame allá
esas pajas, que suele decirse. Y todo porque nuestra
susceptibilidad está casi siempre a flor de piel. Y mucho
más en los tiempos que corren. Donde surgen los problemas a
granel pero, en cambio, no van acompañados de los valores
necesarios para conllevarlos mejor.
Entiendo, Alfonso, por norma de bien nacidos –y de hombres
seguros-, la de expresar la gratitud sin reservas, sin lugar
a duda, claramente y desnuda de todo rebozo o de cualquier
atisbo de azoramiento. Y es lo que hoy me propongo hacer
contigo. Agradecerte, públicamente, el comportamiento que
tuviste conmigo el martes pasado. Un comportamiento que sólo
está al alcance de las personas atiborradas de buenos
sentimientos. Y, por encima de todo, de hombría de bien.
Por tal motivo, cada vez que me toque referirme a ti -eso
sí, mediante tu permiso-, hablaré de mi amigo Alfonso
Conejo. Un tratamiento con el que he sido cicatero. Lo
reconozco. Quizá por haber vivido tanto y haber comprobado
que fue siempre preferible con ciertos amigos llevarse mejor
con los enemigos. Máxime si éstos eran inteligentes.
Mira, Alfonso, sería injusto demostrarte mi amistad y
proclamarla, en estos momentos, por lo que tú sabes… Así que
me corresponde, como no podía ser de otra forma, aclararte
lo siguiente: mi amistad contigo se ha ido forjando a medida
que te he ido conociendo. Y me percaté de que en ti siempre
ha primado la moderación, el equilibrio, la liberalidad, el
buen sentido, el conocimiento de la realidad. Nunca te
pudieron los aspavientos. Ni siquiera cuando ejercías la
política activa y tenías mando en plaza. Nunca te pudo la
vanidad ni tampoco, por mucho que trato de recordar, tuviste
un mal gesto ante cualquier crítica mía. Por acerba que ésta
fuera. Que seguro que la hubo. Lo que sí recuerdo son tus
consejos. En momentos donde creíste conveniente advertirme.
Y siempre lo hiciste con tanta discreción como eficacia.
Consejos desinteresados que tuve a bien empaparme de ellos
porque estaba convencido de que sabías de qué iba la cosa
Bueno, Alfonso -me vas a permitir la pausa por medio de este
adjetivo que detesto por estar tan manoseado como la palabra
amigo-, aprovecho el último párrafo para decirte que el
martes pasado comprendí que, aunque la amistad es a veces
súbita, ésta que yo preconizo, venía madurándose hasta
desembocar en una realidad. O sea, amigo, que sepas que me
debes una nota diciéndome que aceptas mi amistad.
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