Las olas del tedio, el desgaste lógico de los años y el
hastío que es el soberano absoluto de nuestra cultura habían
hecho perder fuerza y significado a la “Cruz de los Caídos”.
El monumento había ido perdiendo el magnetismo que hacía que
el cuerpo humano que transitara por sus cercanías entrara en
éxtasis e, izara automáticamente como un resorte, el brazo
derecho con su rígida mano extendida al sol. Sol que ya no
simbolizaba el estilo directo, ardiente e impetuoso del
primer verso del himno de la Falange. A su vez, el tiempo
silenciaba paulatinamente los edulcorados discursos, las
arengas y los gritos y vivas de rigor. El espacio, que junto
a un atrezo de banderas y desfiles se adaptó a la formula,
“Una Patria, un Estado y un Caudillo” particular copia
española del alemán,”Ein volk, ein Reich, ein Führer”, había
sido ocupado por el rugido de los motores de explosión,
automóviles, que los futuristas ya consideraban más bellos
que la Victoria de Samotracia.
Durante estos 45 años se había perdido la noción de aura, su
valor de culto, era ya un recuerdo con obsolescencia
programada obligatoria. Aparecida la nueva sociedad de
consumo, sus clientes antiguos, los ya gandules de la
anestesiada Falange que con el baile de ideologías se habían
pasado a la socialdemocracia, eran un símbolo de una época
agotada.
El consumo obliga a tirar o a reciclar cosas que no
necesitamos, el monumento era ya, para muchos, un producto
de segunda mano, un producto desechable que no sólo servía
como objeto algo lúdico a los querubines fogosos del barrio
para trepar y jugar con placidez al escondite en su parte
trasera, sino también como descanso del vuelo de los pájaros
que se posaban sobre sus brazos ya sin temor al águila. Y
cómo ningún producto dura para siempre la cristiana cruz,
abandonada por los eclesiásticos que opinaban justificándose
que el atrio no era suyo, aquejada de artrosis de tanto
buscar el cadáver que nunca se ha encontrado va a pensar en
hacerse la eutanasia. El catafalco como una cosa pasada,
remolonea y se resiste a marchar, observa como su mundo
desaparece mientras emergen y transitan por su alzado unos
nuevos ciudadanos y nuevas clases sociales en busca de
poder. Solo se va a mantener erguido por la ley de la
gravedad.
El monumento como invariante castizo de nuestra rica
tradición hispánica, caerá el día 23 de abril de 1985
ayudado por la hoz y la coz de dos amigos en el poder, el
regidor y el delegado de la ciudad. Ambos van a proyectar en
perfecta urdimbre desmontar el recordatorio del panfleto
falangista y extirpar este foco de infección fascista ante
el escalofrío de la posible vuelta del murmullo en la
oscuridad de la halitosis franquista y por el pánico a que
el águila echara a volar de nuevo.
Son los instigadores de mover, la capacidad evocativa del
monumento, al cementerio de Santa Catalina, para por un lado
des-alojar su céntrico espacio y por otro des-alejar en esa
dirección y lejanía, su ocultación.
El lento plan urdido para que el monumento desapareciera por
su propio peso legal había comenzado el 13 de julio de 1982.
En esa fecha en Ceuta, en la sede de la Dirección Provincial
del Ministerio de Cultura, se habían reunido los miembros
que formaban la Comisión del Patrimonio Histórico Artístico
para, entre otros asuntos tratar de clasificar diversos
monumentos y edificios en orden a su posible conservación.
Al decidir sobre uno de ellos anotan, “que concretamente la
Santa Iglesia Catedral y su entorno se acuerde que con el
fin de que sea conservado con el respeto que merece el
monumento a los caídos en la guerra 36/39 adosado a la
fachada de la S. I. Catedral sea trasladado íntegramente al
cementerio de Santa Catalina. El día 16 de abril de 1985 los
miembros de la Comisión, como figuras de un guiñol,
ratificarán este acuerdo.
Será la Dirección Provincial del MOPU de Ceuta la encargada
de contratar la penosa tarea de su desmantelamiento, que se
realizará con extremado “Cariño”, no sin antes, según
ciudadanos que estuvieron presentes, soportar la infantil
marrullería del presidente del puerto, para que con su
sinuosa acción de guiñar al maquinista, este último soltara
de la braga de la telescópica grúa móvil, la suspendida
escultura de hormigón ennegrecido del águila, para que en su
caída se hiciera añicos.
El monumento no se trasladó, a pesar de encargar un proyecto
para la nueva ubicación en el patio de san Nicolás, al
arquitecto, miembro de la Comisión del Patrimonio Histórico
Artístico, Frco José Pérez Buades, que cede a la tentación
de reelaborarlo con los materiales disponibles del que llegó
ingenuamente, a realizar un boceto.
En su tumba, como arquitecto, José Blein todavía no se
acomodaba al sencillo esquema de buenos y malos con ribetes
de farsa. Ambos siempre confunden el valor de uso y el valor
artístico. Unos le habían desmantelado el monumento situado
en el atrio de la catedral otros demolido y hecho
desaparecer el busto de Fermín Galán del jardín de Rosende y
el monumento homenaje a los fusilados en la intentona
republicana de Jaca. Su resignación basculaba entre la
novela negra y la parábola surrealista pero su sonrisa
reflejo de su siempre sentido del humor, esta vez, sólo se
podía entender como un mecanismo de defensa ante tanta
barbarie.
Actuar en lo destruido
Sustituida para los más recalcitrantes la V de la Victoria,
la del Vini, Vidi, Vinci del fascismo por la V de Vendetta,
en el atrio solo circulaban los efluvios del orgasmo que la
erótica del poder deja como huella en estos acontecimientos.
Después de proceder también a la demolición del edificio
ocupado por el Frente de Juventudes adosado a la Vicaría, en
el suelo quedaban las huellas de una geografía post
patriótica y tres naranjos. El indeterminado espacio había
que resolverlo y será el alcalde de la ciudad quien encargue
al arquitecto municipal el proyecto para su resolución, que
estará terminado en junio de 1985.
El espacio que se le confiaba, las obligaciones dictadas por
lo específico del lugar y el incidir sobre este delicado
tejido planteaban cuestiones que acechaban e interesaban al
grado de conocimiento teórico que de su disciplina tenía el
arquitecto.
La primera decisión será dilatar el terreno unificando los
dos solares en uno solo para disponer de un espacio abierto
donde actuar sobre un nuevo terreno susceptible de ser
ocupado de forma pública. Una segunda decisión será
conservar en su situación los tres naranjos preexistentes,
plantando alguno más en línea.
Su interés por lo concreto, los gestos pequeños casi
táctiles a que le obliga el oficio y su voluntad de
arrimarse a la actualidad de la moda sostenible inspiran y
guían un proyecto para levantar el desafío de ver florecer
de nuevo el agonizante árbol de la cultura. Será una obra,
no sin una cierta dosis de idealismo, sometida al paso del
tiempo, un recinto verde en donde los árboles se conviertan
con su crecimiento y flexibilidad en los auténticos
protagonistas de la composición.
Para no volver a desquiciar este espacio, apuesta a crear
una pequeña plaza para la contemplación y la conversación
ociosa, digno albergue de la gente que espera el inicio o la
terminación de los oficios litúrgicos o como área de
descanso de paseantes jóvenes o mayores, estos últimos,
militarizados en el IMSERSO organismo que los acoge como
nueva unidad de destino en lo universal.
En el plano horizontal sobre una dibujada retícula neutra de
solería y en las esquinas de un cuadrado, en sus vértices
claustrales, se plantan cuatro jóvenes ficus. Entre los
intercolumnios que formaban sus troncos se situaban cuatro
bancos cuyo diseño hacía alusión, como preexistencia
ambiental, a las molduras recreadas por el arquitecto José
Blein en la Catedral. De igual manera el encuentro de su
volumen con el suelo se resolvía mediante el uso de un
zócalo de aplacado en piedra natural de las mismas
características por él utilizado.
El punto de control del centro geométrico de la plaza, en
lugar del pozo o la obligada fuente, es ocupado por un
monolito casi escultórico, basa y columna de una luz
artificial, iluminación mística deslumbrante cuya
temperatura calentaba como un fogón el vacío de la noche. La
fuente no era necesaria ya que los rumores del agua los
generaban las olas del mar Mediterráneo al romper en la
playa de la Ribera durante los fuertes Levantes, haciendo
frente, al ruido más pegado al terreno de las rodaduras de
los coches.
Al igual que en trabajos conjuntos con arquitectos
anteriores, el municipal pedirá la colaboración de un
artesano, el amigo Manolo Banderas, para la realización de
las piezas artificiales, copas idénticas a las colocadas en
la plaza de África como remates de las pilastras de las
balaustradas de cierre del atrio, bancos y monolito.
Por último, el arquitecto, como todo profesional que no sabe
resolver este problema, para tapar la medianera del museo
catedralicio, planta una enredadera. En la actualidad el
problema está resuelto, se llama jardín vertical.
La obra que se licitó por 4.583.485 pesetas, deja traducir
ante todo una melancólica sensación de simpleza, eficacia y
austeridad.
El devenir histórico.
La plantación en torno a esa geometría horizontal se había
convertido después de veinte años, en una cerrada masa verde
que justificaba la validez de la intención que guió el
proyecto. De modo que el crecimiento natural de los arboles
estaba mostrando su capacidad de ser útil como estructura
física para nuevos usos, para ver pasar el tiempo y para
confirmar las hipótesis de partida. Sus ramas y hojas, que
habían adquirido los ritmos de la música del aire, cubrían
una calada cúpula verde, completando los alzados y secciones
no dibujados en los planos del proyecto. La luz natural a su
través daba lugar a provocadoras experiencias visuales. El
edificio de la Catedral se engrandecía y acentuaba en
contraste con esta arquitectura anónima, incontrolada y
modesta en la que no había lugar para la retórica. El
espacio, concebido como un lujo de naturaleza alegórica, era
un pórtico natural en recuerdo, continuidad y memoria a los
pórticos decó, herreriano y regionalista efectuados por
arquitectos anteriores en los alrededores de la plaza.
Después de veinte años, los árboles en su biológico
crecimiento, establecían una relación entre memoria y lugar.
Árboles que anualmente grababan en el grosor de sus troncos
una nueva capa de carga hereditaria, edad en anillos
concéntricos que les convertían en árboles genealógicos. En
su umbría y frescura volvían a posarse los cantos
ceremoniales de los pájaros.
Dos nimios problemas que surgirán en el comienzo del S-XXI
incidirán en el atrio, uno resoluble desde la disciplina de
un peón y otro por la forma de ser utilizado.
El primer problema fue, que algunas raíces que parecían
particularmente sedientas o intranquilas y muy fuertes, se
alargaban en busca de agua. Tantean estratos hasta alcanzar
épocas protohistóricas para dar un grado de solidez a su
rizoma, que es la estructura de sus raíces. En su rastreo,
cruzando por debajo del piso, fluyen por los antiguos
veneros indigeno fenicios hasta encontrar el aljibe
medieval, donde van a efectuar glotonas felaciones,
regruesando sus secciones. El aumento del volumen de las
raíces que empezaban a desbrozar de hormigón el terreno,
traerá como consecuencia el progresivo y feo levantamiento
de la solería.
El segundo problema fue la equivocación del arquitecto
municipal en cuanto al tipo de personas y a los modos y
formas de habitar este nuevo pórtico. La capacidad
evocativa, el carácter casi litúrgico de la robusta floresta
como nueva religión sostenible, (siguiendo a Spinoza “Dios y
la Naturaleza son lo mismo”) y la comodidad y versatilidad
de los bancos, se iban a convertir en un imán para el
vagabundeo de turistas de lata y bocata y para que los
homeless e indigentes, desfavorecidos sin trabajo pero con
tiempo, se adentraran en el bosque.
Todos juntos, incluidos técnicos, arqueólogos, políticos y
algunos inmigrantes del CETI, con tradiciones y creencias
más fuertes que la fe de un cura, hacen también acto de
presencia para intentar tocar con sus manos y dar vueltas
alrededor del monolito central de la plaza, que hincado en
posición invertida había caído desde el cielo recordando al
de la película “2001 Una Odisea en el Espacio”.
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