A raíz de que presos de ETA pidan
perdón a sus víctimas en reuniones cara a cara, se me ocurre
hacer las siguientes reflexiones. De entrada, recapacitar
sobre el valor de la vida, lo más importante que tenemos,
cuestión que debiera ocuparnos y preocuparnos a todos. A
vivir se aprende toda la vida y no se debe abandonar esa
pasión de poder despertar cada día a un nuevo amanecer.
Ahora bien, ¿por qué surge la estupidez de matar vidas? ¿Qué
ganamos con ello? ¿Si tenemos tanto amor a la vida por qué
seguimos fabricando armas?¿A qué les mueve tanto afán y
desvelo ahora, a los que ayer fueron terroristas o labriegos
del terror? ¿Se puede reparar tanto daño sembrado? ¿Qué hay
de verdad en ese perdón implorado?... Cada uno de nosotros,
seguro que tiene una pregunta en los labios para hacerse y
una contestación que ofrecer. Cuidado que, como dijo el
visionario Tagore, “la tierra es insultada y ofrece sus
flores como respuesta”. La naturaleza, sin duda, es una
lección que todos los seres humanos deberíamos saber leer e
interpretar.
La compasión, ciertamente, es algo más que una palabra, tal
vez sea una manera de hacer justicia y un modo de hacer
convivencia. Por consiguiente, la vinculación de las
diversas culturas del mundo a la clemencia, aquella que mane
y emane de lo más profundo del ser humano, debe considerarse
en cualquier caso. El odio y la venganza nada resuelven en
un mundo de vivos. Reconocer la locura de matar es ya un
primer paso, a mi manera de ver fundamental, tanto para las
generaciones presentes como para las venideras, puesto que
se contribuye a despertar la conciencia, el espíritu del
sentido humano de vivir y dejar vivir, tan preciso en el
mundo actual. Por otra parte, considero que es saludable
para todos los moradores del planeta tener memoria de lo
sucedido, pero junto a esa evocación tiene que germinar la
reconciliación, cuyo fruto siempre es bello, porque nace de
las entretelas más profundas del ser humano. Radica en el
lugar donde habita el amor sin recompensa. El amor dado y
donado. El amor dedicado a los demás y el amor dedicado a
uno, el amor vivido y el que nos queda por vivir.
Sin amor nadie puede perdonar a nadie. Es evidente. Por
suerte, en multitud de culturas y religiones también reza la
frase: ¡Perdonemos y pidamos perdón!. Son muchas las
personas que defienden la importancia del perdón sincero y
la reconciliación. Estoy con estas gentes de corazón grande.
Pero también reconozco que caminar unidos, cuando se
arrastran experiencias traumáticas, es muy difícil. Surgen
entonces aún más interpelaciones: ¿Qué camino tomo? ¿Cómo
orientarme en ese camino? Hay una asunto que tengo muy
claro, y espero que las víctimas también, sin el perdón van
a continuar sangrando las heridas y las generaciones
futuras, beberán de la fuente de venganza en lugar del
manantial del amor. ¿Qué es lo que nos interesa, pues? A mi
juicio, que en este caso es a juicio del espejo de la
historia, cuando es aceptado el perdón verdadero se divisa
el atisbo de una nueva luz, premisa indispensable para
caminar hacia una concordia humana, que todo lo engrandece,
muy diferente a la discordia que todo lo arruina.
Donde hay concordia siempre hay paz. Una paz a la que se
llega por los caminos del arrepentimiento y del perdón. En
este sentido, pienso que todas las culturas deben tener el
profundo convencimiento de que perdonar es mucho más humano
que tomarse la revancha, que sería propio de bestias. Por
simple supervivencia a todos nos interesa el sosiego en el
planeta. Bien es verdad que a la paz no se llega con bellas
palabras, sino con auténticas acciones, como puede ser la
adopción de un estilo de convivencia inspirado en la acogida
recíproca, sustentado con la generosidad, y sostenido con la
reconciliación. Desde luego, ya me parece un acto heroico
que algunas víctimas de ETA estén dispuestos a escuchar a
sus verdugos. Perdonar, por tanto, me parece un acto de amor
memorable. “No hay cosa más fuerte que el verdadero amor”,
dijo Séneca. Y es verdad, estas víctimas del terror
dispuestas a perdonar nos entregan la gran lección al mundo,
son la gran lección, por haberse despojado de la tentación
del odio y la venganza.
El perdón, pues, debe vincularse a todas las culturas. Pedir
y ofrecer clemencia ha de ser un camino humano por el que
hemos de transitar. Todos, alguna vez en la vida, tuvimos
que pedir perdón por algo a alguien. Universalizar este
perdón franco, siempre bajo el signo de la búsqueda de la
verdad, me parece que vale la pena fomentarlo. Un perdón no
se le debe negar a nadie, pero el perdón también tiene sus
exigencias, como puede ser, en la medida de lo posible,
reparar el daño causado, acción que es propia de la
justicia. El que un grupo de reclusos de ETA se hayan
atrevido a expresar públicamente su arrepentimiento y a
reconocer que las muertes y violencias no han servido para
nada, es un gesto que no puede dejarnos indiferentes. Su
pena, sea más grande o menor, llama a nuestra conciencia, al
corazón de las víctimas, que en actos de terrorismo somos
todos, y todo estamos implicados a recriminarles, pero
también a ayudarles a revisar su vida, que por cierto ha
sido gestada en esta sociedad que todos formamos.
Mucho se habla de cultura de paz, pero también tenemos que
hablar de la cultura del perdón y ponerla en práctica.
Detesto, por ende, esa cultura vengativa que tampoco sirve
para arreglar nada. La convivencia siempre exige muchos
perdones mal que nos pese. El sencillo arte de vivir como
hermanos en Euskadi, o en tantos lugares del mundo en
conflicto, pasa por aprender a convivir respetando y
perdonando. Borrón y camino nuevo que se dice, sin obviar,
por supuesto, el suplicio de las víctimas. Esto nunca jamás,
pero sin revancha, por favor.
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