Yo habré hablado tres veces en mi
vida con Luz Elena Sanín. A pesar de que la
conocí en cuanto arribó a Ceuta. Que ya ha llovido desde
entonces. Vino de Colombia, siendo ya abogada y creo que
también ejerció como juez, acompañada de un marido,
periodista, con quien había que tentarse la ropa antes de
tener relaciones de cualquier tipo con él.
Madre de dos hijos, de dos y tres años, cuando quiso darse
cuenta de su situación, ya se vio más sola que la una en una
ciudad desconocida para ella y fuera de su país de origen.
Miró a su alrededor, y en vez de venirse abajo, optó por
convalidar su título en la Universidad Complutense.
Sus extraordinarias dotes para defender las causas de
separaciones en Ceuta, en años donde parecía que divorciarse
se había convertido en algo primordial, le fueron
proporcionando fama suficiente para que su despacho
estuviera siempre tomado por cuantas féminas estaban
convencidas de que con Luz Elena acabarían no sólo ganando
el pleito sino que, además, lo conseguirían a lo grande.
Me acuerdo perfectamente de cómo se hablaba de la abogada
Sanín, entonces, entre las parejas que estaban tramitando la
separación. Cuando la que hacía referencia a sus problemas
era la señora que le había confiado su caso a Luz Elena, lo
más natural del mundo era que lo hiciera con el entusiasmo
de quien ya se sentía ganadora del desencuentro con su
marido.
En cambio, si los comentarios procedían del marido, lo
primero que deslizaba éste en la conversación era la enorme
dificultad que se iba a encontrar en el juzgado, porque la
abogada de su mujer se había especializado de tal manera en
la disolución de matrimonios que resultaba imposible que
perdiera un caso. Y el hombre iba ya al juicio sumido en un
mar de confusiones y con la moral por los suelos.
Decir la colombiana, es decir, mencionar semejante adjetivo,
significaba referirse a una abogada en la que las mujeres
con problemas matrimoniales depositaban todas sus
esperanzas. Y ella, Luz Elena Sanín, que había vivido en sus
carnes el mal proceder de un tipo que le dijo un día que iba
a por tabaco y jamás volvió, se revestía de una autoridad
doliente y de una fuerza interior, amén de sus conocimientos
del oficio, que la convertían en una auténtica vengadora de
las oprimidas mujeres ante la justicia.
Y, claro, a la par que sus éxitos agrandaban su fama como
abogada, su cuenta corriente iba engordando. Y sus hijos
también crecían bajo la permanente mirada de una madre
sufrida, rígida, convencional y dispuesta en todo momento a
procurar que sus niños dieran de sí lo mejor en la tarea
elegida.
Trabajadora incansable -cuentan que la luz de su despacho
permaneció encendida muchas noches, durante años, hasta que
se acercaba el alba-, nunca dio motivos para que se hablara
de ella sin respeto. Paseaba la calle, con pisar firme, y
pronto se dio cuenta de que no merecía la pena confiar en
ningún otro hombre para nuevo marido.
Saco todo ello a colación, porque Luz Elena, por ser
senadora, ha tenido que airear su patrimonio. Y no han
faltado quienes pongan en tela de juicio la buena
procedencia de la fortuna que tiene la parlamentaria del PP.
Conseguida por su talento cual abogada.
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