Estamos en Port-la-Nouvelle, aún
dentro del Languedoc-Rosellón, una muy importante estación
balnearia francesa con más de 15 km de playa.
Aunque estoy de vacaciones, no consigo despegarme de las
ganas de escribir y de contactar con el mundo, mi mundo, a
través del portátil (bendito invento y no los que se inventa
el del Vaticano). Además, entre descanso y baños, me da
tiempo para escribir los artículos. Más tiempo que en mi
despacho de la ciudad.
Las grandes extensiones de cepas que observo a mi alrededor
me da la idea de cómo es el centro de producción ‘de vins
del pays’ con la denominación de origen ‘Vins del pays des
Coteux du Litoral Audois’, por el departamento francés del
Aude. Donde estamos.
En la Avenida del Mar encuentro con que todas las
edificaciones siguen igual que hace años, especie de casas
de campos, chalets y barracones habitables, con la dársena a
pie de calle y la zona industrial al otro lado, sin un bar
digno donde tomar un tentempié.
Decidimos aparcar en el ‘Boulevard del Monument’ y buscar un
restaurante donde apagar la sed. Se nota que los franceses
no son aficionados a las tapas. Ni un bar en quinientos
metros a la redonda.
Desistimos de seguir buscando y acordamos largarnos a otro
sitio. La sensación de soledad que produce Port-la-Nouvelle
nos hace caer en el desánimo, ¿no nos habremos equivocado de
carretera y estemos en un poblado del ficticio Oeste
americano en el desierto de Tabernas?
Tuvimos que conformarnos con comer en un McDonald de la
avenida de España de Narbonne (Narbona), con lo que odio
este tipo de comida servida por jovencitas, inexpertas pero
rápidas.
Echo de menos las barbacoas nocturnas en las playas
gaditanas, después del Torneo Carranza.
A falta de noticias sobre las que verter mi opinión diaria,
contacto con amigos a través de ese fenómeno social conocido
por “cara de libro” o “libro de las caras”, cuya traducción
al inglés es ‘Facebook’.
Ya sabemos, tenemos experiencia, que los inmigrantes
ubicados en Ceuta suelen aprovechar los días de fiesta (la
Feria) para andar alrededor de las caravanas o transportes
de los feriantes, meditando dónde colarse para cruzar el
Estrecho en plan polizón. Algunos desgraciados se suben al
techo y se quedan haciendo el muerto; otros se meten entre
los ejes… no quiero pensar lo que sufren, porque no pueden
hacer el muerto so pena de quedar muerto entre las ruedas.
Tengo un amigo paisano de Ceuta, en Ceuta, que tiene dos
hijas monísimas y una mujer mona. No una mona mujer, por
favor.
Este amigo, Manuel Palma, anda con la mosca en el techo de
su coche. Quiero decir con la cabra. No es que se haya
vuelto “majara” como una cabra y confunda la cabra con la
baca, sino que como todos Vds. saben, la cabra siempre tira
al monte, pero como en Ceuta los montes están llenos de
inmigrantes con ganas de hacer una barbacoa estilo “gaditana
del Carranza” ya no se fían, las cabras, de su hábitat
habitual y en la ciudad han encontrado montones de montes en
los coches.
Ya saben Vds. esto: no aparquen el coche al lado de un árbol
porque las cabras se subirán para comer las hojas y dejar el
techo de la carrocería con hoyuelos y bolitas negras.
Todo un efecto psicológico, como el que le ha ocurrido a
otro paisano ceutí, de Ceuta, que creyó que las abolladuras
del techo de su “haiga” se la habían hecho unos gamberros.
Ahora anda de busca y captura de la trotamontes para hacerse
su propia parrillada.
Si no fuera porque he prometido a unos amigos míos,
españoles, visitarlos en su casa de Aiguês-Mortes, me
volvería enseguida a mi país. Harto estoy de ver caras
largas por todas partes en el país de Sarkozy.
En fin. La vida sigue, yo también, aunque con ganas de
bañarme en “mis playas” y comer la única comida del mundo
que acepto completamente: la producida por la cocina
española. Las carnes semicrudas de la cocina francesa me
producen repelús.
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