Cada vez que se apaga la luz en
Ceuta, algo que viene ocurriendo desde hace muchísimos años,
frecuentemente y casi siempre en el extrarradio, lo primero
que se me viene a la cabeza son los años de nuestra
posguerra. No lo puedo remediar. Y sucede que en esos
momentos los recuerdos de aquellos años oscuros y terribles,
desfilan ante mí con tanta claridad como para darme cuenta
de que las chapuzas siguen formando parte de nuestra manera
de vivir.
Los que nacimos cuando en España aún estaban sonando los
últimos cañonazos de nuestra guerra incivil, vivimos
rodeados de gentes vestidas con harapos, vendajes y repletas
de una tristeza infinita. En vez de gasolina, los coches
caminaban gracias a la combustión de leña en los gasógenos.
La luz de gas volvía a sustituir a la eléctrica en las
calles. Y la restricción de energía, de fuerza y luz,
detenía la mano del cirujano en el quirófano, o el trabajo
de los obreros en la fábrica, y así sucesivamente.
Cuando se apaga la luz en Ceuta, algo que viene ocurriendo
desde hace muchísimos años, frecuentemente y casi siempre en
el extrarradio, los recuerdos almacenados en la alacena de
mi memoria, procedentes de aquellos años de posguerra, tan
duros, tan grises, tan largos y tan húmedos, pugnan por
salir a la superficie para hacerse notar. Y me veo obligado
a ordenarlos, pues son muchos y todos ansían destacar.
Cada vez que se apaga la luz en Ceuta, lo cual viene
ocurriendo desde hace muchísimos años, frecuentemente y casi
siempre en el extrarradio, le concedo al hambre el derecho a
mostrarse primera y con toda la importancia que tuvo en
aquel tiempo donde por su causa los niños padecían de
raquitismo y los mayores de la caquexia que la tuberculosis
les causaba. En aquellos entonces, cuando se apagaba la luz,
había viviendas cuyos moradores eran tan pobres que ni
siquiera tenían reverberos ni tampoco velas. Y mucho menos
linterna. Viviendas donde el Piojo Verde se adueñaba de la
situación y donde la sarna era una invitada preferente entre
tanto hacinamiento.
Cuando se apaga la luz en Ceuta, lo cual viene ocurriendo
desde hace muchísimos años, frecuentemente y casi siempre en
el extrarradio, lo primero que pienso es en aquellos niños
que lloraban sin cesar y desconsoladamente. Con el más que
conocido desconsuelo que produce tener la botarga vacía.
Mientras los padres acudían cada amanecer a ver si le
arrancaban a la tierra del ejido más cercano un manojo de
tagarninas.
Cada vez que se apaga la luz en Ceuta, algo que viene
ocurriendo desde hace muchísimos años, frecuentemente y casi
siempre en el extrarradio, no puedo evitar acordarme de que
España era en los años cuarenta un país chapucero. Un país
donde se trataba de construir un coche con piezas de otros.
Donde se trataba de que funcionase un gasógeno Coventry
cuando se producía el apagón en el cine, en la clínica o en
la industria. Donde se adecentaba una ruina para cobijar a
siete familias, y cosas así.
Cuando se apaga la luz en Ceuta, lo cual viene ocurriendo
desde hace muchísimos años, frecuentemente y casi siempre en
el extrarradio, creo a pies juntillas que Endesa se está
cachondeando de nosotros. Y para más INRI, ahora nos dice el
Gobierno que ya está bien de que la generadora le achaque el
problema a la mala suerte. Chapuceros. Eso es lo que sois
todos: unos chapuceros.
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