El domingo pasado murió Juan
Arza. El cual representó como nadie el fútbol de la
llamada escuela sevillana siendo él, ironías de la vida, un
navarro nacido en Estella. La muerte de Arza me obliga a
mirar hacia atrás con ese cariño que los buenos recuerdos
dejan siempre grabado a fuego en la memoria.
Sonado fue el traspaso de Arza al Sevilla por parte del
Málaga. Por haber pagado el club hispalense casi cien mil
pesetas por él. Amén de cesiones de jugadores al club
malagueño y partidos amistosos en correspondencia por la
contratación del futbolista. Una cantidad tenida por
desorbitada en los años cuarenta. Concretamente en 1943.
Cuando en España la canina imponía su ley y la gente se
moría de tuberculosis y de miedo a partes iguales. Pues eran
los tiempos en que la terrible postguerra imponía su ley y
sólo se salvaban quienes estuviesen dispuestos a luchar
denodadamente contra las más duras adversidades.
Con siete años, recuerdo haber visto yo a Arza jugar en
Nervión. Era un diablo con el balón dominado. Sus regates
hacían estragos entre sus rivales y conseguía goles con una
facilidad pasmosa. De apariencia frágil, costaba lo
indecible arrebatarle la pelota. Se había convertido ya en
un ídolo de la afición del club presidido por Sánchez
Pizjuán. Lo volví a ver en 1951. En un partido frente al
Atlético de Madrid, en medio de un ambiente sensacional en
Nervión, y donde un gol anulado al Sevilla le privó al club
de la calle Harina ser Campeón de Liga.
Arza jugaba siempre bullendo por el campo contrario. Libre
de misiones defensivas. Por lo cual resultaba tarea muy
complicada anularle. Pues se movía por zonas donde los
defensores no se atrevían a salirle a su encuentro. Y,
claro, cuando estaba en posesión del balón ya era tarea casi
imposible quitárselo
Hubo un jugador, el valenciano Puchades, que sí
consiguió amargarle la existencia a Arza. Ya que, como medio
volante, decidió hacerle un marcaje individual al sevillista.
Con tanta eficacia que a Juan Arza, conocido también como el
Niño de Oro, hablarle de Puchades era hablarle de un tío que
no le dejaba tocar bola. Que le amargaba la vida. Que le
hacía sufrir de lo lindo en el césped. De modo que los
encuentros entre Sevilla y Valencia suscitaban un enorme
interés, sobre todo por ver si Arza era capaz de imponerse a
los marcajes férreos de un Puchades enjuto, fibroso,
disciplinado y capaz de seguir a su oponente hasta donde
éste fuera.
Para ver este espectáculo, es decir, el duelo entre Arza y
Antonio Puchades, en 1953, como regalo por mis notas, me
llevaron a mí al campo de Nervión. Aquel día, Arza, que no
estaba dispuesto a dejarse ganar la partida, una vez más,
por parte de Puchades, alargó el brazo y golpeó en la ceja
derecha al valenciano. El cual comenzó a manar sangre y se
acercó a la banda a pedir un pañuelo con el que jugó sin
inmutarse. Eran otros tiempos. Ese día, sin embargo, no fue
el enfrentamiento Arza-Puchades lo más relevante del
partido. Ese día, la estrella del partido fue Wilkes:
jugador holandés, de estatura considerable, cuyos regates
dejaban a los contrarios tendidos en el césped.
La pregunta que me han hecho muchas veces es por qué tan
gran jugador, me refiero a Arza, sólo fue dos veces
internacional. Y siempre respondí: porque Venancio
encajaba mejor con sus compañeros internacionales del
Athletic. Descanse en paz, JA.
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