En cuanto leo la noticia que habla
de la sentencia del Tribunal Supremo negando la
indemnización solicitada por un inmigrante, reclamada por
los daños que le causaron los sucesos producidos en las
Murallas Reales del Ángulo, se me vienen a la cabeza hechos
vividos entonces por mí. Y que entran dentro de los que uno
no olvida por más que pasen los años. Dieciséis son los que
se van a cumplir de aquella revuelta protagonizada por unos
inmigrantes, un 11 de octubre de 1995.
Trabajaba yo entonces en un medio local. En cuya Redacción
podía encontrarse a Rafael Peña y a mí a todas horas.
Los dos habíamos hecho buenas migas. Aunque nuestras buenas
relaciones se veían empañadas a veces por discusiones que
solían excitarnos durante unos minutos. Los justos para
volver a sellar la paz en una cafetería cercana.
A Rafael Peña lo visitaban diariamente varios inmigrantes.
Y, sentados a una mesa con él, le iban contando todas las
desdichas que mi compañero relataba en sus páginas. En
realidad, RP daba todos los días muestras de ser solidario
con la causa de aquellos desventurados y nunca desdeñaba la
oportunidad de escuchar atentamente las desgracias que
aquellas personas sufrían.
Un día, Rafael me dijo que había quedado con dos o tres
inmigrantes para adentrarse en el subsuelo de las Murallas
Reales del ‘Angulo’. Es decir, para conocer en qué sitio
estaban alojados y en qué condiciones. Y me hizo la
siguiente petición: “Manolo, debido a que me ha
surgido un inconveniente, ¿podrías hacerme el favor de
acompañar a estas personas a los bajos del Ángulo?”. Y le
dije que sí.
Cuando los inmigrantes me condujeron por aquellos pasillos
inmundos, dédalos terribles, donde las aguas fecales se
deslizaban por las paredes rocosas para quedar estancadas en
los suelos. Suelos convertidos en muladares. Y donde la
náusea producida por los olores hacía perder el equilibrio.
Tal es así, que llegó un momento en el cual sentí la
necesidad de decirles a mis guías que me sacaran de aquel
infierno, inmediatamente.
La ropa con la que visité aquel antro, un mes antes de los
sucesos, jamás pude recuperarla. Pues bien, cuando salí a la
superficie, pensé en que había estado en un lazareto de
apestados. Todos apiñados como bestias en una gruta
diabólica. Y no dudé en escribir que aquella situación era
la más apropiada para que un día los allí congregados
decidieran formar un lío monumental. Pues en aquella ruina,
quien propiamente vivía y pervivía era la muerte.
Conté lo que había visto tanto a mi siempre recordada
María del Carmen Cerdeira, que era entonces delegada del
Gobierno, como a Basilio Fernández, alcalde. Pero
ambos estaban, en cuestiones de inmigración, atados de pies
y manos. Eran otros tiempos y Ceuta no estaba preparada para
afrontar tamaño problema. Insistí en mis escritos al
respecto. Lo cual, lógicamente, no gustaba a las autoridades
que se veían impotentes para atender lo que estaba
ocurriendo.
El día que se produjo la revuelta, me hallaba yo
entrevistando a Florentino Gómez Macedo. Secretario
de la UNED en Ceuta y a quien yo le tenía ley. Y aún
recuerdo cómo corrí desde el edificio universitario hasta
las Murallas Reales para ser testigo de un hecho que jamás
he olvidado. Imagino que Rafael Peña tampoco.
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