La cuenta atrás comenzó hace un mes y medio y Fátima, la
última habitante del Quemadero, aún no daba ayer crédito a
lo sucedido. “Ha sido todo tan rápido, tenían que habernos
avisado”, decía mientras contemplaba la montaña de tierra y
rocas acumulada frente a su casa. Fátima se resistía aún
ayer a asumir la situación: “Que sí, mamá, que han dicho que
hay que recoger, que hoy tenemos que salir de aquí”, le
decía su hija mayor, Haya, de 17 años. La joven estaba
visiblemente contrariada: “Es que no puede ser, llevo aquí
17 años, desde que nací, vaya”, se lamentaba.
A media mañana, la actividad era incesante en el último
núcleo de viviendas del Quemadero. Algunos vecinos se
afanaban en aprovechar la parte de los materiales de
construcción “vendibles”. Las humildes pero “arregladas”
casas del Quemadero estaban ya vacías. Todos los vecinos,
las nueve familias que vivían apiñadas a la orilla del ahora
desaparecido arroyo de las Colmenas, habían recogido sus
enseres, con la única excepción de la de Fátima, que no
había encontrado aún un piso de alquiler al que trasladarse.
“Estoy esperando que vengan mi marido y mi hija, que han ido
a mirar uno en Varela”, contaba a la puerta de su casita, de
una planta y de la que no sabía decir la fecha de
construcción. “¿Quién sabe cuántos años tiene? Yo vine a
vivir aquí con siete y tengo cuarenta y tantos... Y antes
fue de otra señora, y antes de otra”, contaba con una
sonrisa.
Junto a Fátima estaban otro de sus tres hijos y un sobrino,
hijo de su hermana Nazia, que vivía en otra de las casas de
la barriada y ayer ya estaba en el piso donde se ha ubicado
de forma provisional con su marido y sus dos hijos, “en Hadú”,
aclaraba.
Mientras esperaba la llegada de su marido, Ahmed, con buenas
noticias acerca de su nuevo alojamiento, Fátima contaba
historias vividas en el Quemadero. “Aquí estábamos bien”,
aseguraba, “no es lo mismo vivir en una casita, en el campo,
que en un piso”. Y es que a pesar de que las casas del
Quemadero, como todas las que se han construido por sus
propios habitantes, eran humildes, cada familia había ido
ampliándolas y arreglándolas en función de sus
posibilidades. Frente a la casa de Fátima, dos de los
objetos que unos hombres cargaban en una pequeña furgoneta
eran anafres hechos a base de llantas, unos objetos muestra
del “ingenio” al que obliga la necesidad y testigos también
de las fiestas vividas en familia, de las “pinchitadas” en
los patios de las casas, algunas de ellos, como las de los
padres de Fátima y Nazia, provistos de árboles frutales.
Al hablar de los patios, Fátima recordaba a otra de sus
hermanas, que también vivía en el Quemadero y que falleció
joven no hace mucho, dejando un niño pequeño que ahora tiene
tres años y está “guapísimo”. Los ojos se le llenaban de
lágrimas al recordarla mientras mostraba, en un pequeño
espacio abierto de su casa, los tiestos con las plantas que
aún le guarda. “Claro que me los llevo, los llevo conmigo”,
aseguraba. También recordaba Fátima el día de hace “un año y
medio o así”, en que las lluvias torrenciales tiraron un
muro de su casa. “Casi se nos cae encima, vinieron los
bomberos y entonces me dijeron para realojarme, pero no
quise, aquí estábamos bien, a pesar de los problemas”.
Apenas han tenido un mes y medio para pensar en todo ello:
“Las máquinas aparecieron un día por ahí arriba y no
pararon, ni sábados ni domingos”, relataba. La noche
anterior, la última vecina del Quemadero la pasó sin luz,
alumbrada por velas, porque, al fin, habían retirado el
ruidoso generador que les prometieron iba a estar sólo unos
días y cuyo estruendo les ha acompañado durante semanas las
24 horas del día.
En medio de la conversación, Ahmed y su hija Haya llegaban,
pero con malas noticias. “¿Qué pasa, era pequeño el piso?,
preguntaba la mujer a su primogénita. “Sí, sí, era pequeño,
pero es que no ha querido alquilarlo”, respondía la joven
con cara de enfado. “Voy a descolgar el bikini”, acertaba a
decir Haya en un gesto de cotidianidad que sería uno de los
últimos de su vida en el Quemadero.
Haya explicaba entonces a su madre que el dueño de la casa
que habían ido a ver no había accedido a arrendársela al
decirle que la Ciudad se hacía cargo del pago del alquiler.
“Dice que Servicios Sociales no paga. ¿Si son tan formales,
por qué no le paga antes?”, continuaba visiblemente
contrariada. Tras quitarse la chilaba, Haya estaba con ropa
de andar por casa, sentada junto a Fátima en el poyete de la
puerta, donde a buen seguro habrían pasado muchas tardes y
noches de verano al fresco. “Pues yo no me voy de mi casa,
nos vamos mañana”, afirmaba Fátima. “Que no, mamá, que no,
que venimos de hablar con la asistente social y nos ha dicho
que tenemos que salir hoy”, repetía Haya.
Por la tarde, el nudo gordiano que atenazaba a la última
familia del Quemadero se deshizo, con la ayuda de los
trabajadores de Asuntos Sociales. “Nos han buscado una casa
en el centro”, confirmaba aliviada la joven Haya. La del
lunes se había convertido ya, después de 80 años, en la
última noche en que el Quemadero estuvo habitado. Fátima,
Ahmed y sus tres hijos descansaban en casa de unos
familiares y hoy conocerán su nuevo hogar provisional. Su
futuro parece no obstante que quedará muy cerca de su
antiguo barrio, en Loma Colmenar, de modo que podrán ver en
qué se convertirá lo que antaño fuera un lugar hermoso para
vivir a pesar de su humildad, una vaguada llena de árboles,
de vida y de historias que hoy son historia.
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