El domingo estuve tomando una copa
con un amigo, que a su vez me presentó a otro amigo suyo,
llegado desde Barcelona para pasar unos días en Ceuta. Hacía
un mes que el amigo de mi amigo había entrado a formar parte
de la cofradía de los septuagenarios, según dijo. Así que
pude presumir de pertenecer a ella un año y varios meses
antes que él.
Bien pronto me percaté de que estaba ante una de esas
personas con las que hablar es un verdadero disfrute. Un
placer. De modo que la conversación cogió vuelo y, cuando
quisimos darnos cuenta, habían transcurridos dos horas de
charla sin sentir. Y no me cabe la menor duda de que
habríamos seguido hablando de no haber tenido ambos
obligaciones que cumplir.
La lectura fue parte principal de nuestra conversación. Y a
partir de que yo deslizara el nombre de José Pla, en
el momento que creí conveniente, tuve la suerte de que él
también me confesara haber leído a uno de los más grandes
prosistas en lengua catalana de todos los tiempos.
Así, tras recrearnos en pasajes de “El cuaderno gris”, cuyo
autor es precisamente Pla, pudimos referirnos a la
importancia que la lengua tiene entre los diversos elementos
que definen una cultura y una identidad.
En ese instante, el amigo de mi amigo, nacido en Cataluña,
decidió contarme que era hijo de charnegos. Y que sus
padres, en cuanto él tuvo uso de razón, le dijeron que había
que aprender español, por encima de cualquier otra lengua,
sin olvidar lo necesario que era también hablar el catalán.
Y el inglés. Lengua que le iba a servir para poder
comunicarse en todo el mundo.
De repente, el amigo de mi amigo me preguntó: ¿cuál es la
razón para que en Ceuta, amén de la lengua española, los
niños no aprendan otros idiomas y, entre ellos, el árabe? No
el dariya, sino el árabe.
Debo decir que su pregunta me dejó in albis. Es decir, en
blanco. Lo cual aprovechó él para explicarme el mucho bien
que haría a los jóvenes, ceutíes, tener el español como
lengua materna; el inglés como lengua para poder entenderse
en el mundo entero, y el árabe como lengua necesaria para
vivir en el sitio en el cual viven.
La conversación, tras las palabras del contertulio catalán,
en relación con la lengua, una de las más importantes
pertenencias que atesoramos, discurrió por otro cauce. El
cauce de los menores. Y, aunque ustedes no lo crean, pues el
hecho se presta mucho a la casualidad, los dos habíamos
leído, también, un libro que, desde hace muchos años, vengo
recomendando: “Vivir con adolescentes”.
Y, por tanto, pudimos estar de acuerdo en que la
adolescencia es un invento de las sociedades occidentales.
En fin, que llegamos a un entendimiento al respecto que ni
cabe en este espacio ni tampoco creo conveniente referirlo.
Por más que insista en recomendar la lectura del libro, cuyo
autor es Martin Herbert.
Ahora bien, en lo que estuvimos de acuerdo el catalán,
nacido en Barcelona, y yo, es en que todo menor venido de
afuera que se niegue a hacerse las pruebas para comprobar si
lo es de verdad, sea considerado como adulto. A fin de que
los españoles dejemos de hacer el primo manteniendo a una
caterva de personas que llega tratando de dar el pego. Y ya
esta bien. Pues en esta bendita tierra tampoco andamos como
para tirar cohetes.
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