Lo peor que le puede ocurrir a
alguien que consigue metas que jamás había previsto, ni por
asomo, es que se ponga a levitar en el momento más
inoportuno. Yo he visto a sujetos que aspiraban solamente a
ser conocidos por los vecinos de su piso y alrededores de su
barrio y, de pronto, cuando un golpe de fortuna los puso en
candelero, se convirtieron en personajes insoportables y,
por tanto, abismados a estrellarse.
Esos sujetos, que hasta bien entrado en años no los conocían
en ningún sitio, de la noche a la mañana, cuando lograron
éxito en cualquier actividad, dejaron de pisar la tierra,
como si con sus triunfos en los negocios, en la política o
como vendedores de arropías, hubieran adquirido el
privilegio de suspenderse a pocos centímetros de cualquier
suelo.
Una vez que tales individuos perdieron el oremus, se les
nublaron las ideas y comenzaron a descender en popularidad,
la gente empezó a observarles detenidamente, a fin de
averiguar por qué razón los tales les había estado engañando
con tanta facilidad y durante tantísimo tiempo.
Porque la gente es muy dada a echarse en los brazos de
cualquier tío que aparente ser como no es. Es decir, que
tenga la habilidad suficiente para ser tenido como la
persona más sencilla del mundo, la de mejor talante, la que
pone una cara de bondad que para sí la hubiera querido
cualquier aspirante a ser beatificado. Un tío que saluda sin
cesar aunque ni siquiera distinga a los saludados.
Ahora bien, en cuanto la gente se percata de que todas las
actuaciones del tío son pantomimas -farsa o simulación-, las
cañas se van volviendo lanzas y, sin prisas pero sin pausas,
la entrega incondicional hacia esa persona se acaba
convirtiendo en rechazo casi generalizado. Un rechazo
monumental. Y es entonces cuando principia el calvario para
quien no supo darse cuenta de que las mentiras tienen las
patas muy corta.
Cuando se vive en la cresta de la ola, pocas expresiones tan
exactas para definir la altura y la precariedad simultáneas
de quien sube como la espuma, en cualquier faceta de la
vida, impulsado por una fuerza ajena, hay que hacer todo lo
posible para no desplomarse.
Yo entiendo que en la cresta de la ola hay soledad y
vértigo. Y que no se puede ni se debe contentar a todo el
mundo. Pero tampoco traicionar a nadie por miedo al qué
dirán los demás. Por un miedo absurdo que invita a demostrar
que se está en posesión del valor suficiente como para
cometer un desatino contra quien menos lo merece. Por el
mero hecho de que esta persona sea odiada por adversarios
que cuentan con el apoyo de otros medios que arden en deseos
de acabar con la hegemonía de una autoridad que, en el
momento menos indicado, se ha rodeado de personas con poca
capacidad para mantenerse firme ante los embates de los
contrarios. Simple y llanamente, porque los contrarios
amenazan con convertir la vida política en un escándalo
diario.
El miedo atenaza. Y los miedosos, además de salir mal
librados, han de hacer frente al olor que despiden. Un olor
nada grato. En esta vida, cuando uno tiene la suerte de
contar con el poder suficiente para poder darle categoría al
cargo que ocupa, conviene no tomar decisiones pueriles. Pues
si las toma, quedará ya retratado de por vida como alguien
cortito de valor.
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