Donde hay habitantes que
pertenecen a comunidades distintas -religiosas,
lingüísticas, étnicas, raciales-, “manejar” esa realidad no
deja de ser un ejercicio muy complicado. Decir lo contrario,
sería mentir o, peor aún, hacer la vista gorda ante una
situación donde mantener la tranquilidad no es tarea fácil.
Y, a pesar de ello, es innegable que el milagro se ha venido
produciendo, sin solución de continuidad, en esta tierra. Y
lo ha sido por una razón: se entendió bien pronto que la
convivencia tenía que regirse por unas normas que fueran
obra de todos.
La convivencia exige mirarnos a la cara todos los días.
Saber las razones de unos y otros, ir acercando posturas,
entendernos, y hasta conllevarnos en los momentos donde cada
parte creamos que no le debemos soportar a la otra ciertas
cosas que nos desagradan.
Esta ciudad tiene, como otras muchas ciudades, como todas, a
qué engañarnos, cierta zona periférica -abrumada por la
pobreza y el analfabetismo- que es caldo de cultivo de
ciertos males que no dejan de poner en peligro las
relaciones cívicas entre los miembros pertenecientes a las
distintas comunidades. Zona a la que se le debe prestar, por
parte de las autoridades, toda la atención posible y más.
Por dos motivos: uno, porque es de justicia; y otro para que
los listos de turno no la usen como ariete para hacer
posible que sus ambiciones políticas se cumplan.
En una ocasión, hablando con una autoridad muy preparada,
pero que no sabía aún lo que se cocía en la ciudad, llegó a
decirme que si yo conocía la llamada “fórmula” libanesa. Que
no era sino la manera de repartir el poder entre las
comunidades religiosas. Y dejó la pregunta flotando en el
aire. Aunque bien pronto le saqué de dudas.
-Mire, Fulano, la “formula” libanesa, como usted bien sabe,
fue ideada para evitar que, en unas elecciones, se
encontraran frente a frente un candidato cristiano y otro
musulmán, y que entonces cada comunidad se movilizara
espontáneamente en apoyo de “su hijo”; la solución que se
adoptó consistía en repartir por anticipado los diferentes
puestos, de manera que no se produjera una confrontación
entre dos comunidades, sino entre candidatos pertenecientes
a la misma comunidad. Al final, por razones obvias, la idea
acabó en desastre.
Entonces, la autoridad, que se percató de que yo estaba al
tanto del asunto, volvió a preguntarme: “¿Cree usted que las
sociedades integradas por varias comunidades están hechas
para la democracia?”
-Sin duda. Si bien es cierto que los regímenes democráticos
tampoco han conseguido siempre resolver los llamados
problemas étnicos. Y, mucho menos, las dictaduras.
Aquel hombre, sentado a la mesa de su despacho, con mucho
poder y convencido de haber leído lo suficiente para dar
lecciones relacionadas con los problemas que llevan consigo
la convivencia entre comunidades distintas, volvió a
inquirir: “¿Ve usted bien que en un partido de musulmanes se
integren cristianos?
Mi respuesta fue: “sí, claro que sí; al igual que aplaudo
las buenas relaciones que viene manteniendo el partido de
Mizzian con el PP. Ahora bien, líbrenos Dios del día en
que un cristiano, resentido, decida unir su fuerza política
a otra compuesta única y exclusivamente por musulmanes, para
obtener beneficios.
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